Desde marzo de 1981, hasta hoy, he visto televisión todos los días. Creo que tenía un poco más de cinco años cuando me puse en la tarea por primera vez. Y calculo que las sesiones diarias han durado unas dos horas por lo menos. Teniendo en cuenta que desde entonces han pasado 23 años, 276 meses y 8395 días, puedo jurar por Dios que he pasado 16060 horas de mi vida frente al aparato. Lo que en el mundo de las estadísticas significaría, lo sabemos, el 6 % de mi biografía. Por supuesto, es una cifra escalofriante. Me he levantado con ella en la cabeza. Y por eso, creo, he querido escribir las palabras que siguen: quiero deshacerme, como se deshace uno de lo que ha comido, de tantas imágenes ilógicas. No voy a levantarme del computador ni una sola vez en toda la mañana, no. No voy a llamar a nadie ni voy a consultar páginas de Internet para precisar ningún detalle. Los párrafos que vienen son un valiente testimonio. Una prueba de que mi memoria está contaminada por las series, las telenovelas y los concursos.
Lo más absurdo que me viene a la cabeza –lo primero- es una sección de un programa juvenil que se llamaba Telectrónico. Creo que hablo de 1982. Y que era el único juego, dentro del espectáculo, en el que los televidentes podían participar: el espectador elegido debía gritar “pao” por teléfono para que una persona, en el estudio, le disparara a un blanco móvil en su nombre. Esos “pao” eran una vergüenza. Una situación casi tan traumática, tan indigna, tan denigrante como la que vivieron los indefensos concursantes de El precio es correcto cuando, por iniciativa de los productores, se vieron obligados a bailar mientras hacían lo que podían para adivinar cuánto costaban los objetos que tenían enfrente. Doña Gloria Valencia, la animadora, los perseguía por el escenario gritándoles “pero baile: si no baila no gana el premio” con los ojos abiertos de par en par. Le molestaba profundamente, creo, que cualquier participante le diera un beso en la mejilla. Se sentía como la imagen del científico Konrad Lorenz, en los créditos de Naturalia, con la cabeza atrapada entre los picos de dos patos de lago.
Tengo buena memoria para los datos inútiles. Y, aunque es evidente que cuento con un talento especial para recordar actores, momentos y programas de la televisión que casi nadie recuerda, se me ha acusado, en algunos círculos mezquinos, de inventármelos. Nadie que conozca se acuerda de una comedia que duró unos pocos domingos, titulada Los frescos, en la que unos retratos al óleo adquirían vida cuando nadie los estaba mirando. Todo el mundo parece haber olvidado que los martes por la noche transmitían una extrañísima serie de suspenso, Zarabanda, sin temerle a una trama inverosímil en la que unos personajes principales se perdían en un pueblo fantasma poblado sólo por ancianos. Conozco a una persona que también vio los pocos capítulos de una serie humorística llamada La de los tintos, pero nadie, hasta este día, ha querido creerme que alguna vez, quizás en 1988, presentaron una serie policíaca colombiana titulada Arcángel. El protagonista, un héroe joven con un gorro de lana, viajaba en una moto.
Recuerdo momentos televisivos, decía, de los que pocos parecen tener memoria. Por ejemplo: el maestro Don Chinche le hizo algunos arreglitos a la familia Vargas en Dejémonos de vainas, el Happy Lora hizo el papel de un electricista en ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, la Alondra de Amar y vivir gritó emocionada “juepucha: estoy preñada de Joaquín” en un separador bogotano. ¿Quién vio alguna vez un concurso para niños que se llamaba Maxi mini? Pues de vez en cuando me acuerdo de que el presentador, el mismo Tulio Zuluaga que cantó vallenatos unos años más tarde, le preguntó a uno de los participantes “¿qué has hecho estos días?”, y que entonces, cuando el niño chiquito le respondió “joder la vida”, se quedó completamente paralizado. No era común oír groserías en la televisión. El propio Fernando González Pacheco se dedicó a decir frases sueltas (“son los tiempos que corren”, “esas cosas pasan”) cuando un niño negrito gritó “condón” en vez de “cóndor” mientras trataba de completar una de las palabras sin letras de El programa del millón. Lo único que no aprendemos rápido, se sabe, es en dónde van las tildes.
¿No es cierto que en las tardes, después del colegio, presentaban un Quijote futurista hecho en el Japón?, ¿no es verdad que en el Canal Once daban una serie alemana sobre fútbol que contaba la vida de un líbero llamado Manni?, ¿no hacía el cantante Moisés Angulo la voz del monstruo Guri-Guri en la telenovela Calamar?, ¿no daban los sábados un divertido Drácula criollo, protagonizado por Julio César Luna, bajo el título de La hora del vampiro?, ¿no era el drama Mi sangre aunque plebeya una torpe cadena de videos musicales de boleros?, ¿no era burocrática la presencia de Toño Chávez, el comentarista arbitral, en las transmisiones de los partidos de fútbol?, ¿no le decían “la ñoña”, en medio de las coreografías de tangos, a la loca de Quieta Margarita?, ¿me soñé que el enano de El show de Jimmy, miembro de los Meros Recochan Boys, respondía al alias de “el borona” en Amar y vivir?, ¿alguien más estaba despierto cuando presentaron una serie sobre extraterrestres protagonizada por Humberto Dorado?, ¿el “doctor don Mauricio” de Ver para aprender era el mismo “doctor no” de Compre la orquesta?, ¿Felix De Bedout le dijo “gracias Cheyenne” a Chayanne en el set del Noticiero Nacional?, ¿no era la señora disfrazada de niña en Los dummies mucho más cínica que los adultos aniñados de El chavo?, ¿los Walton se gritaban “hasta mañana, abuela” o “hasta mañana, Jim Bob” hasta las tres de la madrugada?
No le he podido perdonar a la televisión, hasta hoy, ciertos deslices: la frase “Señora Isabel: la amo” sigue poniéndome de mal genio; el que no hayan elegido a Mario Ruiz en vez de a Julio Sánchez Cocaro para interpretar a César Rincón en Puerta grande todavía me parece incomprensible; la llegada de ese extraterrestre llamado Alf a la familia más tonta entre las familias tontas del mundo (¿no son seres más avanzados los marcianos?) aún me molesta un poco menos que el odioso Webster haya conseguido padres adoptivos. Me entristece que Howie Munson, eterna mano derecha de Colt Seavers en Profesión peligro, después haya aceptado ser el subalterno de un detective enano llamado El hechicero. Creo firmemente que Escalona ha sido una de las mejores series colombianas, sí, pero todavía me incomodan la casa en el aire en dibujos animados y la cola del diablo en el capítulo final. Considero que no han debido dejar que Donna Martin se graduara de la “prepa” Beverly Hills 90210: desde la aparición de Godines, en el salón de clases de El chavo, no había sobrado tanto un personaje dentro de un programa de televisión.
Mi memoria está llena, también, de programas extraordinarios a punto de ser olvidados. El carro de Automan, la brújula de Viajeros y la camioneta de un grupo paramilitar denominado Los magníficos nos hicieron lamentar aún más estos trancones. Venganzas tan absorbentes como las de El segundo enemigo, El ángel de piedra y Lola calamidades nos lo enseñaron todo sobre el melodrama. Series como El círculo, Revivamos nuestra historia, Castigo divino o Vivir la vida llenaron, no me cabe duda, nuestros vacíos culturales. Y telenovelas de la altura de Caballo viejo, San Tropel o Loca pasión nos malacostumbraron a los buenos personajes. La pregunta es: ¿sería imposible grabar aquellos programas en estos tiempos de engendros culturales?, ¿los protagonistas, al menos uno o dos, tendrían hoy el acento equivocado?, ¿estamos ante un nuevo televidente que admira a los galanes aceitosos de la bochornosa Pasión de gavilanes o ante unas productoras monstruosas que obligan al público a ver lo que han decidido los analistas del mercado?
No siento ni un poco de nostalgia por las series, las telenovelas y los concursos de esos años. No es eso. Creo, por ejemplo, que elegir entre el Boletín del consumidor y El minuto de Dios habría sido mucho más fácil si “Tal cual”, el personaje ronco que hoy en día defiende a los compradores, hubiera estado en la pantalla desde el comienzo. No, estas palabras no son un lamento sino una confesión: esas 16060 horas que he pasado frente al televisor, lo acepto, se han tomado una gran parte de mi memoria. Me han servido tanto, en estos años, como las clases del colegio. Y mucho, mucho más que las de la Universidad. Sí, eso es. Estoy completamente convencido de que la televisión colombiana, ante las pretensiones de nuestro cine, nos ha salvado de no tener historias comunes.
Algo tengo que decirme a mí mismo ahora que ha quedado claro que, desde que tengo uso de razón, he perdido mucho tiempo.
Publicado en noviembre de 2005 en SoHo. © 2005, Ricardo Silva Romero y Revista SoHo