Tenemos los ojos cerrados. Ya hicimos limpieza mental y le dijimos a cada uno de nuestros malos sentimientos “cancelado, cancelado, cancelado”. Hemos pronunciado las palabras “tres, dos, uno” en el último piso de nuestras mentes, una por una por una, y estamos a punto de programarnos para no sentir miedo, erradicar los dolores de cabeza y digerir las horribles noticias del día. La gravedad no existe, no tenemos pies, somos invisibles. Recorremos el lugar del mundo que nos hace felices. La voz del profesor nos pide que repitamos una serie de frases benéficas –la última es definitiva: “a la cuenta de cinco abriré los ojos”, dice, “y estaré bien despierto, muy a gusto y en perfecto estado de salud”- y nosotros lo hacemos, las repetimos, porque no somos nadie para negarnos.
El profesor nos saca de aquel profundo estado de relajación y nos pregunta, con signos de exclamación, “¿cómo nos sentimos?” Y nosotros, que llevamos ocho horas en este pequeño salón y sabemos de memoria la respuesta, le gritamos “mejor, mejor y mejor” como si fuéramos una sola persona. Yo estoy a punto de reírme: ya he entendido que el método Silva de control mental no es un recurso diabólico, ni un capricho más de la era de la superación personal, sino una suma de técnicas efectivas para impedir que nuestras vidas se dejen dominar por cualquiera de los hemisferios del cerebro, pero me ha comenzado un ataque de risa que promete hacerme insoportable el final de la primera fase del curso. No sirvo para estas cosas, eso es. Sé que, si aplicara el método, quizás terminarían el insomnio, la angustia y las voces de todos los días –la verdad es, creo, que paso demasiado tiempo en mi cabeza-, pero hay algo en mí que se niega a sentirse “mejor, mejor y mejor”.
Bien. Se ha acabado la primera sesión del curso y me dirijo al escritorio de la secretaria para darle los 110.000 pesos que cuesta. Sí, he controlado mi ataque de risa, pero no resisto la tentación de entregarle los seis billetes y decirle “cancelado, cancelado, cancelado”. Es el comienzo del desastre: nada volverá a ser igual. Mis compañeros, que han reprobado mi chiste con un silencio más que incómodo, me mirarán de reojo durante los dos días siguientes: el oficinista de sudadera brillante, con sus cejas depiladas y su “eso que tú dices es muy real”, ya no se sentará a mi lado; la señora de bigote no volverá a decirme “¿cómo está mi gafufo?” y su hijo no se referirá a mi, nunca más, como al “tocayo”; el gordito que ha repetido el curso tres veces, célebre por la pregunta “profe: ¿uno puede programar a la novia para hacer cositas?”, me negará hasta el final su sonrisa.
Publicado en noviembre de 2002 en SoHo. © 2002, Ricardo Silva Romero y Revista SoHo