Quizás no entiendo bien el problema, pero ¿por qué muestran en todos los noticieros las nuevas cámaras antirrobos?, ¿por qué nos dicen la dirección exacta del lugar en donde acaban de instalarlas?, ¿el mensaje es “queridos hampones: si van a atracar, atraquen en la cuadra de al lado”? Sí, puede tratarse de una estrategia. Puede ser una forma de decir “estamos preparados para enfrentar a la delincuencia” y “no robe: lo atraparemos”. Pero yo, si me viera en la necesidad de robar, no dejaría de hacerlo por esas torpes advertencias sino que lo haría lejos de los postes de luz en los que han amarrado las filmadoras. Y, por puro susto, sólo robaría a gente con gafas.
¿Por qué le ponen ruidosas sirenas a los carros de policía? ¿Por qué se les anuncia a los criminales que corren el riesgo de ser capturados? Porque el mundo de los últimos siglos ha simpatizado, en el fondo, con los ladrones. Y, desde que no nos roben a nosotros y roben sin hacerles ningún daño a quienes tienen colecciones de carros antiguos y saben si el Ritz de Madrid es mejor que el de París, parecemos dispuestos a convivir con ellos. O, bueno, al menos eso ocurre en nuestras ciudades. Y eso sentimos, como espectadores, en las mejores películas de acción. ¿Quién, en el cine, no se pone del lado de los ladrones de bancos?, ¿quién no se siente más cerca de Robin Hood que del Sheriff de Nottingham?
No hablo de paseadores millonarios, ni de atracadores armados hasta los dientes, ni de seres dispuestos a todo con tal de hundir a los demás. Hablo de hombres en apuros, de seres humanos que no encuentran alternativa, de tipos que se quedan solos con su ingenio. Los han azotado frente a multitudes quechuas, les han amputado las manos en plazas islámicas, los han rapado bajo la mirada de familias indignadas, pero nunca les han dado una buena razón para no hacerlo. ¿Porque está mal robar?, ¿porque no debe hacerse?, ¿porque hay miles de oportunidades allá afuera?
Sólo se deja de robar cuando la gente que tiene lo merece, sólo se pagan impuestos cuando el gobierno deja nuestra rutina en paz, sólo se deja de botar basura a las aceras cuando el acto se convierte en un homenaje a la belleza de una calle, pero las cabezas de las sociedades siempre han pensado al revés, en contra de ellas mismas, y han preferido castigar a construir razones. Quizás por eso, porque se sienten parte de una horrenda cadena alimenticia y saben que se debe educar con el ejemplo, los noticieros y las autoridades se ponen de acuerdo para anunciar en qué lugares funcionarán las cámaras antirrobos. ¿Quién dice que robar está bien?, ¿quién dice que no deben cumplirse las leyes? Sólo digo que, como en las películas, debemos ponernos en el lugar de los demás. Y que uno mismo, si la suerte no estuviera de este lado, podría convertirse en carterista. No, no estoy confesando nada. Muchos de mis compañeros de curso, en el colegio, le robaron paquetes de dulces a los dos viejitos de la tienda, pero yo nunca lo hice. Cualquiera puede venir a mi casa –bueno, no, tampoco- y revisar en mi biblioteca si hay algún libro que no sea mío. Nunca he robado, nunca.
Pero sé, por los libros, las películas y las noticias, que gente como yo ha tenido que llevarse pedazos de pan, bicicletas y cuentas corrientes para volver de la desesperación. Y que lo han hecho, claro, porque los demás se empeñan en quedarse con todo, los gobiernos insisten en perder el dinero ajeno y las calles persisten en sus amenazas de muerte. ¿A qué quiero llegar con todo esto? A que podemos pedirle a los ladrones que no le hagan daño a nadie y a las viejitas que salgan de paseo acompañadas, pero nunca podremos pedirle a los que tienen que se queden sólo con lo que necesitan.