Los restaurantes y los bancos de hoy se avergüenzan de sus propias mascotas. O al menos eso parece. Es como si todos los negocios hubieran madurado y ya no quisieran saber nada de nada. Como si le dieran la espalda a ese tiempo cuando su única estrategia, para captar la atención de nuevos clientes y conservar la de los más antiguos, consistía en presentarnos a un muñequito sonriente y emprendedor que estaba dispuesto a darnos la mano en los momentos difíciles.
Digo que es como si hubieran madurado porque el caso recuerda, de alguna manera, al de esos solteros que un día crecen y descubren que están solos, y entonces, de un momento para otro, deciden que, en vez de conquistar aparatosas compañeras de trabajo o jovencitas suicidas y en uniforme de colegio, presentándoles a su perrito o a su hermanito de tres años, ahora se dedicarán a seducir a una mujer madura y llena de cicatrices emocionales demostrándoles su seriedad, su seguridad, su solidez. Que las empresas hayan madurado es, pues, una posibilidad.
Pero también puede ser que las mascotas no les hayan dado resultados. Pensemos, para comenzar, en el gigante de aquella corporación, un tipo inmenso, vestido con overol anaranjado y parecido a Arnold Schwarzenegger: ¿quién, en su sano juicio, podría confiarle sus millones a una entidad cuyo símbolo principal cuenta con semejantes manos? O ¿quién, con dos dedos de frente, sería capaz de abrir una cuenta que será manipulada por una abejita con sonrisa diabólica y entradas al estilo de Jack Nicholson?
Sí, el mundo está lleno de mascotas sospechosas. Don Julio recuerda al viejo país: estático y de bigote. La casita roja es popocha y redonda como una ironía y es claro que se ríe de nuestras deudas. Tanto la gallina azul de los caldos como los pollos de los asaderos, robustos y sonrientes, producen culpa a la hora de la comida. El payaso de las hamburguesas protagoniza las pesadillas de los niños de todo el mundo. El señor del pollo apanado, con sus bigotes sacados de una página de la historia norteamericana, inspira elegancia, dignidad y buenas maneras, que es todo lo contrario a comerse una presa con esos guantes resbalosos. El tigre de los seguros siempre ha inspirado sospechas: se esfuerza mucho por hacerse amigo de la gente y sonríe cuando ofrece seguros de vida, ¿puede haber un gesto más cínico, más enfermizo que ese?
No, no todo es malo. El minerito de chachetes rosados, que antes parecía un personaje de El chinche, ahora es un tipo bondadoso, trabajador, correcto. El granito de café, que nunca ha contado con el presupuesto necesario para ser un buen dibujo, aún hoy estimula nuestro patriotismo y nuestra fe. El gordito de las llantas francesas podría montar, en cualquier momento, su propia miniserie. Y el marranito del banco español, dispuesto a sacrificarse por nosotros, a romperse en mil pedazos para darnos dinero, como una lechona con alma o una piñata consciente, no es una caricatura más: es un amigo.
Son, eso sí, sólo excepciones: es claro que los bancos esconden a sus mascotas para verse serios, muy serios, y que los restaurantes insisten en vendérnoslos, en servilletas y fachadas, para que no pensemos en la comida que nos ofrecen. Es, en ambos casos, una mala señal: las mascotas simbolizan a sus instituciones, claro, pero al tiempo nos revelan deficiencias, culpas y secretos. Por eso ahora las ocultan. Por eso las niegan. Porque son empresas y quieren dinero y sus asesores les han dicho que eso, esconderlas, es lo que hay que hacer. Porque las pobres mascotas, como bondadosos monstruos de circo, terminan por rendirse y confesar, con la mirada, las oscuras intenciones de sus creadores.