Profecía
Y un día alguien le dará la noticia de que el mundo por fin se va a
acabar. Y usted tendrá que pensar si valió la pena andar con vida. Primero
caerá en cuenta de que no había caído en cuenta de la muerte. Después se
preguntará si fue suficiente lo que hizo, si pudo corregir a tiempo el plan que
le trazaron, si le faltó decirle a alguien que tenía toda la razón. Se bañará
con agua caliente hasta que empiecen a caerle gotas heladas desde el techo. Saldrá
a la realidad a leer la última edición del periódico. Y después preferirá
quedarse quieto a recobrar tiempos perdidos. Le dará las gracias a Dios por
haberles evitado a sus padres la pesadilla de enterrarlo. Reconocerá que no
estuvo mal haberse enamorado. Revisará si tuvo tiempo de representar las
escenas que se imaginó. Querrá
volver a fútbol un domingo, sentirá, un poco más de diez minutos, que una
nostalgia que no se esperaba lo deja sin aire, pero mucho más temprano que
tarde se encogerá de hombros ante la certeza del fin de los tiempos.
Estará a tiempo, entonces, de dejar constancia de su ira: gritará por la
ventana de la sala, como los maltratados de la escena de Network, que siempre odió a muerte esas operadoras telefónicas
computarizadas que tantas veces le pidieron que marcara, si lo conocía, “el
número de la extensión”; que no dejó de pensar ni una vez que la única solución
era reírse; que desde que vio en YouTube a una niña peruana llamada Wendy
Sulca, cantando una canción imposible titulada La tetita (“cada vez que la veo a mi mamita / me está provocando
con su tetita”) sintió que el fin estaba más cerca de lo que pensaba; que, si tuviera
que elegir una sola protesta, la verdad es que se sintió ofendido al ver cómo
los colegios se iban volviendo correccionales serviles que si acaso enseñaban a
leer; que jamás se comió el cuento gringo de las torres gemelas ni el cuento
reciclado de los redentores crucificados; que nunca soportó que tantos gremios
(los sacerdotes, los políticos, los productores de televisión) lo creyeran un
idiota más en el mar de los idiotas.
Le molestará como una piedra en el zapato haberse dejado manipular por
esa manada de mentirosos en una sola vida. Le dolerá haber votado siempre por
el hombre equivocado. Se quejará de que los políticos hayan logrado borrar sus
huellas digitales de las escenas del crimen.
Llegará a la conclusión de que la culpa no fue nunca de la pobre
Colombia, no, pobre Colombia. Y tendrá clarísimo que no fue nada más la nuestra,
sino la del planeta entero, la gente que estuvo lista siempre a desmembrar a
los demás, a hacerle pagar su osadía al que daba un paso afuera de la masa, a
seguir líderes que sólo reconocieran la autoridad de la ley de la selva: se
dirá a usted mismo, como el héroe de la nueva canción de Randy Newman, que quiere
aclarar que los gobiernos de su país no fueron tan malos, comparándolos con los
de los peores imperios de la historia, porque ningún alcalde de estos mandó a
quemar la ciudad antes de irse de vacaciones, ningún presidente tuvo el valor
de nombrar ministro de agricultura a su caballo, ningún gobernante de mirada
perdida se atrevió a exterminar a los que fueran una amenaza para sus negocios.
Los relojes de los aparatos titilarán. Los lápices se caerán de las mesas
de noche. Los libros censurados llegarán, al fin, a las manos de los lectores.
Los ricos sacarán, para abrazarla un poco, la plata que puedan sacar de los
cajeros automáticos. Los extraterrestres tomarán sendas fotografías de la
caída.
Y usted perdonará a los pequeños mezquinos que alguna vez se tropezó, a
esos colegas que se van encorvando a punta de hablarles al oído a sus jefes, a
esos patrones mediocres que una mañana resultan con la sangre fría para usarlo a
uno de chivo expiatorio, a esos compañeros de trabajo caraduras que son capaces
de robar ideas a plena luz del día, a esos vendedores que le vendieron
cualquier cosa vencida, a esos hipócritas frustrados que se pasaron los años sintiendo
que les estábamos debiendo algo, a esos parientes forzados que pueden dormir en
la noche sin soñar con las guerras familiares que se inventan, a esos yagos de
segunda que logran volverle la vida un infierno sin que nadie más que usted
pueda notarlo, porque tiene que haber sido horrible para ellos haber vivido tantos
años con semejante envidia en la garganta: pasaron por encima de los que se
encontraron por ahí, pisaron al que tuvieron por delante sin que pudiéramos
probarles nada, como esos carros a mil que alcanzamos después porque el
semáforo está en rojo.
Será así. Será como lo digo. Usted pedirá perdón por sus egoísmos, por
sus desmanes y por no haber sido más personas. Se acostará a dormir mientras
todo se cae. Y sólo podrá cerrar los ojos si no le debe nada a nadie. Y sólo
conciliará el sueño si ha hecho todo su trabajo.