No quiero hablar de política. Ya no. Pero una persona amable, a quien podríamos definir como “un uribista de buena fe”, acaba de preguntarme qué pienso de lo que ha estado pasando en el país en estas últimas semanas. Yo, para decir verdad, no he sabido qué pensar. Y eso es lo primero que le digo. Después, ante un silencio que se vuelve una mirada que no sabe a dónde ir, agrego las cosas que se me ocurren en estos casos: que seguro todos esos presidentes gritan por algo que no entendemos del todo; que uno nunca tiene ni idea de qué está detrás de las noticias (que uno, en otras palabras, nunca sabe bien qué está diciendo en esos casos) pero que lo más probable es que al final todo tenga que ver con algo de dinero; porque la política se convirtió, en algún giro de la trama, en el arte de fingir que no se trata de un problema de plata.
Le cuento, entonces, que
hubo una vez en que me pareció bien opinar sobre las barbaridades del gobierno.
Y que estas columnas se me fueron, en los meses de la primera reelección, en la
denuncia de un peligrosísimo discurso (un discurso amañado, violento,
escalofriante, que resuelve en el lenguaje cuestiones que un estado tendría que
resolver en la realidad) que logró convertir a los contradictores en enemigos,
a los opositores en incompetentes y a los indecisos en amigos del terrorismo.
Era lo que pensaba. Es lo que pienso. Pero un día me di cuenta de que lo único
que estaba haciendo, al hablar de política, era lavar unas culpas que no tenía
por qué tener, alcanzar la gloria de enfurecer a los uribistas y confirmarles a
los antiuribistas lo que tenían tan claro, como si se tratara de servirles una
comida que no alimenta sino engorda. Nada cambia, me di cuenta, con una columna
sobre política. Nada. Cada quién se queda firme en su esquina. Así que lo
mejor, pensé, es volver al principio: a escribir textos que acompañen, en
verdad, a quien los lea: a que las frases en la mente de los lectores, al final
de estos “lugares comunes”, sean “esto lo he vivido”, “esto lo he sentido”,
“esto lo he pensado”.
Lanzo, desde ese momento, una serie de frases
sueltas que darán, por poco, en el blanco: que, si se tiene en cuenta que nuestra
historia es la de un pueblo abandonado por la ley, es increíble que no se hayan
filmado acá más películas de vaqueros; que daría la impresión de que aquí todo
el mundo es de izquierda en la teoría pero de derecha en la práctica; que en
estos días todos los colombianos, incluso los que no logramos olvidar los
peores gestos de los pasados seis años de gobierno, estuvimos de acuerdo en que
la gente de afuera está todavía más desinformada que nosotros; que las cosas
serían mucho más fáciles, sin duda menos extrañas, si Uribe llamara “matreros”
a todos los bandidos del país; que quizás estos días le hayan enseñado al
presidente, como a un niño, cómo se ve de feo un presidente maldiciendo, cómo
está de mal inventarse enemigos para ganarse a los más frágiles, cómo es de
desagradable una persona que se rehúsa a abandonar su lugar en la pirámide del
poder: parece un hombre condenado a ser un títere.
El uribista de buena fe asiente un
par de veces. Y entonces me pone en evidencia: “o sea que no tiene claro qué
piensa”, me dice.
Y yo me encojo de hombros. Dejo de contener la respiración. Y le digo que tiene toda la razón. Que el otro día, hablando con mi profesor de siempre, descubrí que estoy del lado de los que no maten ni sometan ni intimiden ni torturen ni secuestren. Que no soy neutral, no, pues no creo que nadie pueda serlo. Pero que, tal vez por haberme dedicado al oficio de las ficciones, tal vez porque todos los relatos enseñan a relativizar, a poner en duda, a no casarse con una sola idea, me queda muy difícil matricularme en algún “ismo”, me producen desconfianza los que no pueden creer que alguien opine lo contrario, me cuesta mucho pensar que exista un hombre extraordinario. La verdad es que no me siento ni bien ni mal por mi actitud de estos días. Y que sin embargo reconozco que no existe nada peor que el desapego, nada más aburrido, a la hora de hablar de política.