Yo sólo he pedido un autógrafo en mi vida: el autógrafo de Lucho Herrera. He tenido muchos otros héroes en estos años, no me interesa negarlo, he visto gente entera (en mi familia, en las películas, en los partidos de fútbol) desde que tengo uso de razón, pero ninguno, aparte del escalador Lucho Herrera, el hombre más digno en el viacrucis del ciclismo, ha logrado convertirme en una persona de esas que se atreven a pedirle a otra que les firmen un papelito. Yo creo que lo consiguió porque ninguno, aparte de él, suele bajar la mirada cuando alguien le da las gracias por las cosas que hizo, ninguno, aparte de él, tiende a vivir día por día sin reclamarle a nadie un pasado que ya no es su vida, y a quedarse callado cuando no tiene nada qué decir. Pero yo igual no sé nada de nada. Sé que del indescifrable Herrera, "el jardinerito de Fusagasuga", sólo sabemos lo que sigue: que "fue una etapa muy dura", que "se hizo todo lo que se pudo" y que "esperemos que mañana nos vaya mejor". Y sé que en los años en los que más lo necesitábamos, en los días en los que a todos nos mataron un pariente, hizo lo que ningún gobernante hará nunca por nosotros: puso la cara, tímidamente, por estas personas que somos.
El lunes 16 de julio de 1984, en la durísima etapa del Tour de Francia desde Grenoble hasta el Alpe de Huez, el pequeñísimo Herrera, ciclista aficionado en bicicleta aficionada, derrotó a Bernard Hinault, Laurent Fignon y Greg Lemond (es decir, a los tres más grandes ciclistas de los ochenta) en una empinadísima carretera que sólo él podría haber subido como si fuera una bajada. Yo me veo a mi mismo ese día. Yo oigo la voz de la radio gritándonos que ha ganado Colombia. Y ahí está el impasible Lucho, en la pantalla del televisor, con los brazos en alto de quien ha llegado a la meta de primero. Sé bien que vendrán todas las hazañas que sabemos, la llegada sangrienta a Saint Etienne, la camiseta de los puntos rojos en el Tour siguiente, la victoria repetida en el Dauphiné Libéré, pero esa imagen del 84, la del corredor mal alimentado que les gana a las tres grandes estrellas del mundo sin sonreír más de la cuenta, me es más que suficiente para entender por qué guardo su autógrafo como lo guardo.
Porque no he podido encontrar, ni entre los próceres de nuestros libros de historia, ni entre las celebridades pop de estos últimos años, ni en las primeras planas de este gobierno a doce años, un mejor modelo de lo que tendría que ser un colombiano. ¿De verdad creemos en los libertadores de esa Colombia que no ha querido nunca liberarse?, ¿queremos ser un tipo maquiavélico que quiere salvar a "la patria"?, ¿nos interesa ser una danzadora exitosa que se dirige a "mi gente" en abstracto? No, a mi no. Yo no. Yo pienso en ese competidor que llegó solo, sin aspavientos, a la meta. Creo en ese señor que no vive de lo que vivió. Tengo en mente a ese Lucho Herrera que nunca se las dio de nada, ni pensó en rescatar a ningún pueblo de ninguna tragedia, ni cedió a la gigantesca tentación de irse a correr en un equipo europeo (los mejores se lo ofrecieron en todos los tonos) porque le aburría profundamente ser un ídolo, porque no quería dejar a sus papás y no le veía sentido a darle victorias a un país que no fuera el que le había tocado en suerte.
¿Y a qué viene este homenaje?, ¿a qué viene este retrato que ni yo mismo me esperaba? A que se cumplen veinte años desde que Herrera ganó la Vuelta a España. A que me encontré el autógrafo que digo en un cajón, dejé de salir a la ciclovía y conocí el otro día a una vieja idéntica al jardinero de Fusa. Y a que leí hace unas semanas, en un avión larguísimo, un extraordinario libro de Matt Rendell titulado Reyes de la montaña, y en esas páginas tan bien escritas, tan conmovedoras, que nos recuerdan que detrás de la historia del ciclismo se esconde la historia de un país construido en el terreno equivocado, llega uno a pensar que el colombiano es el mejor amigo del hombre, que la vida se reduce a poner la cara de lunes a domingo, y que (los autores de autoayuda, no sólo Lucho, estarán conmigo en esto) no nos queda nada por hacer aparte de reconocer que fue una etapa muy dura, que se hizo todo lo que se pudo y que mañana seguro nos irá mejor.