Creo que ser viejo es un final feliz. Y sospecho que los libros, que hacen los días más cortos y las incertidumbres menos graves, se han convertido, desde hace algunos años, en mi propio camino invisible a la vejez. Eso es, exactamente, lo que está pasando. Los libros me están llevando de una orilla a la otra. Y sé que no van a dejarme en pleno viaje. Pero también sé que no tienen por qué ser la solución a los dilemas de todas las personas que conozco, sé que puede vivirse una buena vida sin abrir una antología o un diccionario o una enciclopedia, sé que todo puede ir bien si, por ejemplo, se cae en un programa de televisión que prediga lo que va a pasarle a uno. "Hay que leer", aseguran los dedos índices de los papás, los tableros alarmistas de los profesores, las vallas publicitarias en las autopistas. Y nadie explica por qué. Claro que dan razones, "leer da alas", "leer abre mundos", "leer libera", "leer nos hace mejores", "leer es bueno para la salud", dicen, pero son cuestiones tan abstractas, tan intangibles, tan improbables, que sólo consiguen crear culpas que se van desvaneciendo con los días ("hace seis meses no leo nada", confiesa alguien de pronto) y logran construir torres de novelas prestadas sobre la mesa de noche.
Leer no hace mejor a nadie. La historia está llena de tiranos que salían poco de sus bibliotecas, las fiestas culturales están plagadas de intelectuales que no son buenos amigos, las universidades no gradúan, necesariamente, personas desapegadas que no le hacen mal a quienes se encuentran por el camino. Leer, repito, no hace mejor a nadie. Prueba, acaso, que otros (otros adolescentes, otros viejos) se han sentido igual de incómodos en el mundo. Pero se lo prueba, por supuesto, a quienes sólo aspiran a poderse ver en el espejo. Todos somos iguales en lo más básico: necesitamos ficciones (una vocación, un lenguaje, una gran historia de amor) para darle cierta forma a la realidad. Pero algo nos hace terriblemente diferentes: no nos sirven, para vivir, las mismas ficciones. La novela que salva la vida de una mujer en crisis le hace perder el tiempo a un hombre que ha heredado la gigantesca empresa de su padre. El manual de autoayuda que endereza el ego de un oficinista tímido no es nada más que un chiste sobre el escritorio de una flatulenta eminencia de la facultad de filosofía.
A los personajes del mundo de los libros les encanta, no me pregunten por qué, declarar que la gente no lee. Los hace sentir quijotes hasta tal punto que la palabra "quijote" resulta convirtiéndose en insulto. Lo peor del asunto es que todo parece indicar que las cifras, en este caso, no dicen nada de nada. ¿Que pocas personas lean significa que la lectura está en crisis? ¿No habíamos quedado en que estamos hoy, en esta era de e-mails, blogs, mensajes de textos, en una época dorada para las palabras? ¿No ha nacido hace poco un lector plagado de links que va de los libros a las películas, de los discos a las páginas de Internet, de los juegos de video a los espectáculos teatrales como si el suspenso de la literatura estuviera en todas partes? En fin. Que dejen de quejarse. Que trabajen. Que hagan buenos libros, los ofrezcan y los vendan. Y esperen la vejez como la espera el empleado de la fábrica de al lado.
Supongamos que tenemos un hijo. Supongamos que es un hijo común y corriente con nombre pronunciable, control de esfínteres y ojos sorprendidos. Y que un día, ya con canas, lo descubrimos obsesionado con los realities, los juegos de video y los malencarados amigos del edificio. ¿Saldrá, desde dentro del cuerpo de alguno, un monstruo anacrónico que lo obligará a leer porque "leer te hace menos bestia"? ¿Aparecerá, en el fondo de estas personas que se quedan un rato en Sweet cuando pasan canales, un dictador que gritará "te quedas leyendo en tu cuarto hasta que pienses igual que yo"? Dios quiera que no. Ojalá que no.
Porque no hay que leer. Por qué. Para qué. Quién dijo. Que la gente aprenda el alfabeto, que sepa lo necesario para seguir el mapa que quiera seguir en busca del tesoro que pretenda encontrar, pero que nadie obligue a nadie a nada. Y que tampoco se les tenga miedo a los libros. Pues, en el peor de los casos, pueden dejarse abandonados en un escaparate como una persona que no era para uno. Y a veces, si es cierta paz lo que se persigue en este mundo, pueden servir para recobrar el silencio que siente aquel que reza.