Me pasa que si salgo de mi casa descubro que todo el tiempo estoy adentro. Bogotá jamás me ha hecho sentir de paso ni me ha mirado de reojo. Me ha enseñado a estar pendiente de la lluvia, me ha advertido que lo más sensato es no bajar la guardia y me ha dejado perderme en sus calles perdidas, pero me ha probado, justo a tiempo, que es mejor no andar por ahí con miedo: me ha hecho pensar que todo tiene su lugar, que no hay que buscar el mundo en otra parte y que cada vez que cruce la puerta de mi apartamento voy a estar en un sitio que me espera. El sol se irá más temprano que tarde de su lugar en el cielo. Los martillos de la obra de al lado ("téngalo, hermano, téngalo", gritó el obrero esta mañana) me despertarán a las siete en punto cada día. Y el paisaje estará en obra negra de aquí a que yo sea apenas una parte del paisaje. Y no obstante amaneceré en el sitio que me corresponde siempre que amanezca en Bogotá.
Dicen que hubo un tiempo romántico, de puertas abiertas, de fotografías sepia, de sombrero, abrigo, guantes, en el que la ciudad parecía una elegante película de Hollywood. Cuentan que hacía mucho más frío que ahora. Y que nada se salía de su cauce. Pero la verdad, si me preguntan, es que el sitio en el que yo nací (que aún hablaba de la revuelta de 1948, que todavía trataba de entender el toque de queda de 1970) siempre ha tenido algo de desastre. Ese lugar feo de 1982, 1983, 1984, lo obligaba a uno a ver televisión desde la mañana hasta la noche: desde las barritas de colores hasta la lluvia de moscas. Aquel territorio desamparado de 1987, 1988, 1989, le exigía a uno que se quedara en la casa por si algo estallaba de repente: se creía que triunfaba el que se iba. Y entonces llegaron los años noventa. Y desde ese momento la ciudad no dejó de mejorar. Y no dejó de mejorar, digo, porque no ha dejado nunca de ser un poco desastrosa.
Yo salgo de mi casa mucho más de lo que mis amigos creen. Y tengo mis sitios favoritos en los barrios que mejor conozco: mis escaleras preferidas de La Candelaria, mi banquita más querida de la plaza de Usaquén, mi esquina recurrente de San Andresito. Y sin embargo creo que los recorridos bogotanos tienen gracia por la gente que uno ve por el camino. Si el caricaturista José María Espinosa estuviera vivo, si pudiera dibujar a los personajes de esta Bogotá igual que dibujó a los de la ciudad de piedra de mitad del siglo diecinueve, pintaría a la señora que vende chicles en el aeropuerto, al barbudo que viaja por las calles con una manada de perros, al mendigo que se va a la casa a leer novelas en francés apenas termina la jornada, al taxista que cuenta que un extraterrestre se lo lleva a su planeta por las noches, al loco que grita groserías en contravía por la séptima, al viejito en bicicleta que arrastra un carro de plástico por la ciclovía y a la señora del alquiler de videos que recomienda esta película o la otra porque eso mismo le pasó a ella hace unos meses.
Me gusta la gente de acá. Me gusta que nadie tenga que haber nacido aquí para sentirse bogotano. Me alegra que cada vez quepan más lenguajes, más ideas, más personas en este sitio extraño de este extraño mundo. Me divierten los chistes pesados que hacemos, la hipocresía civilizada que dominamos, los equipos de fútbol caídos que nos enfrentan, las erres arrastradas que nos ponen en evidencia, el tremendo hastío que nos vuelve parientes. Me conmueven las pobres viejecitas de la aristocracia, los cabezas rapadas que comen ajiaco los domingos, los chauvinistas de unas clases sociales que han empezado a desdibujarse. He llegado a pensar, incluso, que el famoso "tenemos que almorzar" no es señal de falsedad sino de gran sabiduría: no es una despedida aparatosa sino una despedida amortiguada.
Me gusta lo que está pasando acá. Me entusiasma que el arribismo (repito: la impresión de que la vida ocurre en otra parte) se nos esté terminando. Me alivia que estemos listos a reírnos de cualquier cosa en cualquier momento. Me pone bien que votemos siempre como nos da la gana, que no nos dejemos imponer nada a los gritos, que no nos traguemos el cuento de que a toda hora estamos en peligro.
Yo me he ido de la ciudad un par de veces. Y he querido de verdad a otras ciudades. Pero en ellas no he sentido nunca esto que siento. Que no es orgullo ni patrioterismo ni inmodestia. Sino la certeza de que estoy en Bogotá como estoy adentro de este cuerpo. Y mi único mérito es saberlo.