El lugar que más se parece a la experiencia de vivir es la sala de espera. No es la oficina. No es la iglesia. No es el baño de una casa ajena. Es aquella habitación ansiosa, con sus sofás de cuero, sus canecas altas y sus revistas viejas, a la que venimos con la única esperanza de oír nuestro propio nombre antes de que se haga de noche. El diccionario de sinónimos la llama "la antecámara", "el vestíbulo", "el recibidor". La enfermera que me ha atendido (que me atendió, mejor, hace más de media hora) la ha llamado "la salita": "siéntese en la salita", dijo, "el doctor lo atiende ya en un momentico". Y yo me he sentado en este rincón helado, que tiene, para hacer más extraña la situación, una mesa repleta de revistas SoHo del año pasado (una buena prueba, me parece, para estos pacientes con problemas en el corazón), con la libreta cuadriculada en la que casi siempre escribo la primera versión de estas columnas. Y un tipo que dice conocerme "de alguna parte" finalmente me ha preguntado si sigo escribiendo las críticas de libros de El Tiempo (jamás lo he hecho) justo cuando he tomado la decisión de que el tema de esta vez será "cosas que le sirven a uno para poner los pies sobre la tierra".
No en todas las salas de espera puede escribirse una columna. En las de las oficinas, prólogos borrosos a entrevistas de trabajo, suelen irse los minutos en el repaso del discurso que se ha preparado el día anterior. En las de los aeropuertos, vitrinas que nos recuerdan que estamos en manos de un aparato oxidado, sólo se alcanza a pensar "parece que no me dejó el avión", "qué hice el pasaje" o "así que voy a morir con estas personas". Y en las de los pabellones de urgencias, con la mirada en algún No me lo cambie que soportamos sin el control remoto a la mano, se nos va el tiempo en la compasión por las familias que rezan en voz frágil, el malestar que trae la imagen de un herido que acaba de sufrir el accidente que hará girar su biografía y la ira que produce la escalofriante indolencia (aquel pragmatismo que no viene nunca al caso) de esos arrogantes médicos de turno que atraviesan las puertas con la misma risa que usan los abogados en los cocteles. No en todas las salas de espera puede hacerse un crucigrama, no, no en todas puede jugarse con la máquina que da papas fritas grasientas a cambio de monedas, pero en todas, así uno no quiera, se llega a la conclusión de que son pocas las cosas que importan.
De que sólo estamos acá para esperar. Y la única meta posible, la razón detrás de nuestros romances, nuestras amistades, nuestras vocaciones, es hacer menos grave la espera.
No hay nada por hacer. Ya que no somos astronautas, ya que no podemos darnos el lujo de ver la tierra como una conmovedora esferita azul que algún día se perderá en el abismo del universo, nos queda la experiencia reveladora de la sala de espera para poner las cosas que nos pasan en el pequeñísimo lugar que les corresponde. ¿Que el gobierno no cumple, jamás, lo que promete? ¿Que el campeón del mundial de fútbol ha vuelto a ser el equipo más astuto? ¿Que el planeta está, una vez más, en el borde de la guerra? ¿Que nos han pedido el apartamento en el que vivimos? ¿Que no tenemos lo que querríamos tener? Da lo mismo. Da igual. Acá, a punto de saber si en verdad estamos enfermos, lo único que nos interesa es conocer a los hijos que no hemos tenido, ver las películas que dicen que vienen, hacerles más fácil el día a las personas que nos tocaron en suerte.
La gente lee revistas, en estos lugares en suspenso, para no pensar todo el tiempo en la espera. Querría yo, por eso, que el tipo que dice conocerme (me señala la última página de la revista con el pulgar levantado) no se tropezara ahora con una de esas columnas en las que caí en la trampa (opinar para los que opinan como yo) que nos ponen esos polarizadores de oficio que llamamos políticos, sino con un texto en el que consiga visitar, sin afanes, sin vanidades, los sitios que visitamos todos. Querría que algún día, en otro consultorio, se encontrara con esta confesión: que hoy, a la salida, después de saber que se me sube la tensión porque me preocupo por pequeños dramas, después de mirar triunfalmente, con la petulancia del que "ya salió de eso", a los que aún no llegaban a la camilla del doctor, me encontré con un compañero de colegio que me preguntó si seguía trabajando (estudié literatura) "en la firma de ingenieros de toda la vida". Yo le dije que sí. Y la enfermera se despidió de mi "que le vaya bien, ingeniero, que vuelva muy pronto".