He hecho todo lo posible para no hablar de navidad. Año por año he evitado escribir sobre lo agobiante, lo emocionante, lo peligrosa, lo restauradora que puede ser la navidad. Y sobre lo legítimo que puede ser odiarla. Y lo he hecho, me he contenido, me he censurado, porque he querido negarme a seguir haciendo parte (así sea en la oposición) de esta invasión de luces cegadoras, muñecos de nieve tropicales y niños dioses con caras de personas grandes, que pretende obligarnos a sentir que estamos a punto de ser completamente felices. Pero no pude más. Ya no. A la caza de esos clichés que son más bien un destino, incómodo ante esta dictadura de la alegría, me veo forzado a denunciar el desgaste (y la confusión) que produce ver pesebres ambulantes desde Halloween, el pánico que ocasionan esos gigantescos papás noeles salseros que lo reciben a uno en la entrada de los almacenes y la molestia que se siente ante la lobería de esos renos de luces (mueven la cabeza como los perritos infernales de los taxis) que ahora les ha dado por clavar en los jardines bogotanos.
Hablemos de la navidad. Qué más se puede hacer. Deshagámonos de los peores lugares comunes de una vez: sabemos de memoria que la frase "padre putativo de Jesús" desconcierta al católico más maduro durante la novena de aguinaldos, que enterarse de quién está detrás del niño Dios es enfrentar el primer watergate de nuestras vidas, que dice mucho de nuestra raza que sintamos esta terrible nostalgia por las chispitas Mariposa, que lo más desconcertante de todo lo que sucede en estos días es el asustador mensaje navideño de Melodía Estéreo, que la sociedad protectora de niños tendría que impedir que los padres les exigieran a sus hijos ser simpáticos a punta de villancicos tan angustiosos como Los zagales, que algún sociólogo tendría que estudiar la costumbre de regalarles vino Moscato Pasito con galletas Caravana a los abnegados porteros de los edificios, que lo único que tiene sentido, en medio del absurdo navideño, es jugar a los tales aguinaldos, "el sí y el no", "hablar y no contestar" y "pajita en boca", porque son un muy buen resumen de lo que ha estado pasando en los últimos doce meses en Colombia.
Hablemos de la navidad. Ya qué. Deshagámonos de los recuerdos navideños que nos inmovilizan: la vez en la que recibimos el regalo que queríamos, la nochebuena que pasamos lejos de la casa, el disco aquel de las monjitas españolas. Y centrémonos, entonces, en por qué no podemos eludir el tema, en por qué esta época siempre nos afecta. Lleguemos a la conclusión, entre todos, de que toda esta alegría nos doblega porque nos obliga hacer el balance de la vida. ¿Con quién cuento? ¿Quién está? ¿Quiénes se fueron? ¿Quiénes me necesitan? ¿Por qué estos días cada vez llegan más rápido? ¿En qué momento terminé acá, en este sitio, nervioso porque en la entrega de los regalos de este año no ha salido todavía ninguno para mí? Aceptemos que la navidad es un termómetro: es el mejor momento del año cuando uno está bien, la peor pesadilla cuando uno está deshecho. Aceptemos que la navidad es un peligroso cumpleaños colectivo: todos esperamos de ese día algo extraordinario (el homenaje multitudinario que nos merecemos tanto) que nunca jamás llega.
En la navidad todo está en juego. Es ese día, esa larga noche del 24 de diciembre, esa jornada en el limbo que es el 25, cuando sospechamos que, así no queramos, así lo neguemos, volveremos siempre a esos cantos, a ese "benignísimo Dios de infinita caridad que tanto amasteis a los hombres", a esas mismas personas con esos mismos chistes que no nos dejan trasformarnos en otros. Ocho días después, el 31, juramos cambiar: nos proponemos no caer en la trampa de los políticos, no gastar la memoria en comerciales de televisión, hacerle fuerza a Alemania en las eliminatorias para la Eurocopa, seguir montando en bicicleta los domingos, acercarse poco a poco a los gatos, ir un poco menos al aeropuerto, verse sin vergüenza en el espejo. Y así, tristemente, dejamos pasar de largo la lección de fondo: la idea de que si la navidad vuelve, si cada año volvemos a decirnos "el próximo sí será mi año", es porque nada de lo que nos pasa está en nuestras manos.
Ya lo dije. Ya qué. Sospecho que lo único que puede pedírsele a un año nuevo es que haga con uno lo que quiera. Tengo la impresión de que lo único que se aprende en la vida es la humildad. Y que todo lo demás son sólo adornos.