En las vacaciones del mundial de 1982 el fútbol era lo único que tenía sentido. Yo tenía seis años. Casi siete. Y era la primera vez que me pasaba algo como eso. Releíamos ciertos artículos de una revista llamada Copa, organizábamos finales a muerte entre equipos hechos con tapas de Coca-Cola, nos parecía vergonzoso que el álbum de Panini obligara a los jugadores tercermundistas a sentarse de a dos en dos, veíamos los cuatro partidos que un ser humano es capaz de ver en un día de ocio y coleccionábamos todo lo que tuviera que ver con Naranjito, la mascota del torneo, como si la infancia jamás fuera a volver. Todo estuvo bien, en realidad, hasta que el Brasil de mi hermano mayor (por eso hablo en plural) perdió 2 a 3 con la Italia de Paolo Rossi en la segunda ronda del campeonato. Yo no fui capaz de entender su dolor. Y así, cuando él descubrió que tanto Zico como Sócrates me tenían sin cuidado (tendrían que haberle visto la cara: había perdido la vida), dejé al descubierto una de las más extrañas características de mi personalidad: dejé ver que era un insobornable hincha de Alemania.
Que es, en el injusto mundo de los hinchas, como si uno fuera por Darth Vader en La guerra de las galaxias. Como si valorara el esfuerzo que hace el pobre Hannibal Lecter a la hora de desmenuzar a sus víctimas.
La cuestión es, sea como fuere, que desde España 82 he tratado de que mi hermano y yo volvamos a ser mejores amigos de fútbol. Siempre que puedo le recuerdo que hubo un tiempo en que el comentarista arbitral Antonio "Toño" Chávez logró convencernos de que era indispensable en las transmisiones de televisión, hubo un mundial al que el analista Adolfo Pérez no pudo ir (así es: verifíquenlo) por una lesión sufrida en un peligroso partido de periodistas deportivos, hubo un glorioso gol de Colombia en el que alguien dejó caer (pendía en las graderías como una piñata con alas) a aquel irritante hincha autodenominado "el Cole", en fin, siempre que puedo le recuerdo a mi hermano días felices de la infancia que puedan ponernos de nuevo en el mismo barco. Pero no, no sirve de nada. Ni siquiera ser hinchas de Millonarios nos reúne. Tarde o temprano soy, para él, ese engendro ingrato que se trasformó en seguidor invariable de Alemania en el campeonato que su Brasil tendría que haber ganado. Tiene las pruebas de su lado: defendí al arquero Harald Schumacher cuando le pegó a Patrick Battiston un puntazo en la cabeza; tenía grabados en un casete los golazos de Gerd Müller; mi jugador favorito sigue siendo, hasta hoy, el goleador Karl Heinz Rummenigge.
¿En qué momento yo, que no sé ni una palabra en alemán, que sólo he estado en ese país un par de días de 1997, me trasformé en un fanático del único equipo en blanco y negro? ¿Por qué fue un alivio, para mí, que Alemania empatara con Colombia en la primera ronda del mundial de 1990? No tengo la menor idea. Serán cosas del fútbol. Podría echarles la culpa a aquellas emisiones de Transtel narradas por Andrés Salcedo (ahí nos presentó a "migajita" Littbarski, "el poroto" Hässler y "mateito" Matthäus) o podría aceptar que en 1981 mi papá me trajo una camiseta del Bayern de Munich o podría reconocer mi tendencia cinematográfica (¿vieron Fuga a la victoria?) a ir por el equipo que se niega a desfallecer. Pero estaría inventándome razones. El caso es que en la final del mundial de 1986 hice lo que pude para que Alemania le ganara a Argentina. Que me tomé la de 1990 como un acto de justicia divina. Y que sufrí las selecciones alemanas de 1994, 1998 y 2002 como un experimento doloroso pero necesario. Tendrían que haberme visto la cara.
Yo sé que hoy, por cuenta de la lógica del dinero, el fútbol entre naciones no es tan exitoso como el fútbol entre clubes. Sé que desde Pique, en México 86, ninguna mascota le llega a los tobillos al minerito Colmena. Acepto que el campeonato de 2006 sería más emocionante si Colombia estuviera en la competencia. Y que ni Shakira ni Juanes ni las sillas forradas por Proquinal son los representantes del país que teníamos en mente durante estos dos años de eliminatorias que nos tragamos como una pesadilla. Pero me salva, justo a tiempo, que estoy del lado de Alemania en un mundial que ocurre en Alemania. Y que –el fútbol obra de maneras insospechadas- viviré las vacaciones que vienen como si tuviera toda una vida qué perder.