Hubo un tiempo en el que Bogotá era tan fea como su aeropuerto El dorado. Uno cruzaba el aterrador túnel peatonal que conecta al parqueadero más caro del planeta con las filas más largas que se consiguen en el mundo de las filas, uno atravesaba ese pasadizo inverosímil enchapado en mosaicos de baño, ese callejón plagado de charquitos de película de terror japonesa que tarde o temprano va a dar a las recepciones de las aerolíneas de siempre, con la sensación de que era por eso, porque todo era tan decadente, sórdido y agobiante como ese subterráneo, que quería escaparse de las calles de la capital. Hoy no. Ya no. El terminal, a pesar de sus sillas mejoradas, sus cafés primermundistas y sus librerías aprovechables, sigue siendo el lugar ideal para corroborar que la vida no tiene ningún sentido. Pero Bogotá es, ahora, la única ciudad en la que viviríamos. Tiene el sol, la lluvia, el viento que entendemos. Tiene las esquinas en donde nos ha pasado todo. Y por fin, después de las pedagogías, después de las obras, es pisada, habitada, maldecida por personajes a los que les parece justo que los llamen bogotanos.
El aeropuerto El dorado sigue siendo hoy, primero de octubre de 2006, una pesadilla de la que no podemos despertarnos porque no sabemos quién es el que la sueña. Dicen, sin embargo, que será remodelado en los años que vienen. Y por eso, porque los que saben insisten en que lo único que quedará de la construcción serán los testimonios de los que la padecieron, me atrevo a dejar esta constancia de que estar ahí ha sido siempre una experiencia traumática. Sé por qué lo digo. He pasado en ese aeropuerto gran parte de estos últimos años. No porque viaje mucho, no, en realidad no viajo nada, sino porque vivo rodeado de personas que todo el tiempo alistan las maletas, todo el tiempo se me van y todo el tiempo vuelven. Pregúntenme lo que quieran. ¿En dónde se consigue la Coca-Cola más barata?, ¿cómo se llama el señor que vende los dulces?, ¿a qué horas cierran esas cafeterías de barrio que se han colado poco a poco? Yo lo sé. Conozco de memoria los trancones de la 26, la sensación de zozobra en el McDonald's del fondo, la atmósfera pesada en la entrada de las salas de emigración: en estas tres semanas he hecho el recorrido doce veces.
Sé ya que lo mejor, cuando se va a despedir a alguien, es no caer en cuenta de que se está yendo. He perfeccionado ese "adiós" final, esa frase definitiva que viene de la garganta, en estos últimos días. Se me sigue notando la tristeza. Pero sé fingir que en verdad creo que nos veremos muy pronto: "hablamos más tarde", digo ahora. Y, cuando la persona que se me va se pierde en esos vidrios que parecen las paredes de una cárcel, me quedo viendo la vitrina de aquella librería que nunca me defrauda como si en ese momento en verdad me interesaran los libros. Me entristece ver a esas familias que todavía no se han acostumbrado a las partidas: me parece increíble que la gente siga queriendo tanto a la gente. Y me divierte ver a esos pasajeros altivos (ejemplo: el científico pastuso que hace dos semanas iba a Estados Unidos a demostrar que había descubierto un nuevo planeta) que miran a los demás como si lo de ellos sí fuera un viaje. Y sin embargo mi consejo es salir de ahí pronto, ya, irse de espaldas a todos hasta las escaleras eléctricas de bajada.
Recibir es, por supuesto, mucho más agradable que despedir. Se consiguen amistades de paso a punta de preguntas como "¿ya llegaron los de México?" o "¿verdad que el vuelo de Bucaramanga está atrasado?" Se tiene el privilegio de ver a la legendaria señora de gigantescas gafas de montañista, una vendedora de cigarrillos envuelta en mil cobijas, que agita dos cajas de chicles Adams como si agitara un par de maracas. Se aprende que a todos nos parece un milagro que alguien nos espere. Y se entiende que todos tenemos la esperanza de que alguien llegue de afuera a voltearnos la rutina.
Que lo que viene quede aquí entre nos. Confieso que, a pesar de que en todos sus televisores den la misma película, a pesar de que su capillita parezca una cadena de comidas rápidas y a pesar de que me haya probado tantas veces que querer a alguien es dejarlo ir, algo de cariño le tengo a este aeropuerto tan extraño. Podría decir que es porque siento que me espera a mí, que siempre digo adiós, que nunca viajo, aun cuando me queje de su forma de esperarme. Pero la gran verdad (repito: que no salga de acá) es que El dorado es el principal testigo de que yo de Bogotá no quiero irme.