Hubo un tiempo en el que nadie me creía. Yo juraba por Dios haber visto un programa de televisión en el que un amable gordito de gafas les pedía a los televidentes trasformarse en personas positivas, desparpajadas, echadas palante. Y nadie, nadie en el mundo, me creía. Les decía la hora: unos treinta minutos antes de la madrugada. Les comprobaba el canal: el amarillento canal uno. Les ponía las cosas en contexto: la dimensión desconocida en donde existen el Tal Cual de El boletín del consumidor, ese lamentable stand-up comedy de humor grueso que graban en un bar medio vacío (Dios: que alguien más lo haya visto) o aquel odontólogo de ojos entrecerrados que les hace entrevistas edificantes a las estrellas. Y no, nadie se atrevía a creerme. Mi esposa me aconsejaba dormirme a la hora en que se duerme la gente que trabaja. Mi hermano me animaba a tomar clases de cocina. Mi mamá me decía que había salido a mi papá. Y viceversa. Llegué a pensar, en fin, que me estaba enloqueciendo. Y que yo, como un niño que carga con la cruz de un amigo imaginario, era el único que era capaz de ver a Jorge Duque Linares.
Ya no. Ya todos lo han visto. Ya todos saben que Duque Linares no es un fantasma. Ahora lo difícil es no encontrarse por ahí una edición pirata de su libro, una nota de prensa en la que se anuncie su próxima presentación o un comercial de radio en el que su voz garantice cierta felicidad en la tradición de las Selecciones del Reader's Digest: algo del tipo "¡Aprenda a disfrutar de esas noches con sida!".
Yo no tengo nada en contra de la superación personal. Sé que no todos los que se dedican a ella son charlatanes, que hay crímenes peores que ver los vasos medio llenos y que en el infierno cualquier camino (el feng-shui, el poder psicotrónico, la actitud positiva) es válido a la hora de no perder la esperanza. Sé, también, que el mundo de la autoayuda es un blanco fácil. Que, en nuestra ignorancia atrevida, en nuestras pretensiones de ser los únicos autores de lo que nos pasa, solemos despreciar ciertas vías de conocimiento (la astrología, el eneagrama, el zen) que han estado en el mundo desde mucho antes de que naciéramos. Sé, además, que citar con cierta ironía los ejemplos más esotéricos (la sospecha, por ejemplo, de que el hombre es el experimento de un grupo de extraterrestres disidentes) sería más que suficiente para poner al lector de mi lado. Y sin embargo, sólo me interesa exponer mi único "pero" al oficio de Jorge Duque Linares. Y reivindicar, de paso, la belleza de la actitud negativa.
No le critico a Duque que confunda los chistes tipo "había un paisa, un gringo y un ruso…" con las parábolas religiosas que buscan abrirnos paso en la vida. No le reprocho que se me haya adelantado a la idea de creerme un gran gurú para vender a buen precio mi propio "kit positivo". Ni siquiera que pretenda crear un penoso rebaño de discípulos: sólo los grandes líderes les piden a sus seguidores que dejen de seguirlos.
Quiero quejarme, eso sí, en medio del cariño que me despierta su ingenio, de su miopía de recreacionista de piscina, de su incapacidad para reconocer los beneficios del pesimismo, de su preocupante tendencia a menospreciar el valor de la desesperanza. No quiero nada más. Que viva la actitud negativa. Que vivan las leyes de Murphy. Que viva la gente que fuma porque "igual todos vamos a morirnos", que vivan los niños que odian la playa y los hipocondríacos que se niegan a salir a bailar en plena fiesta. Que los dichos populares negativos ("piensa mal y acertarás") sigan pareciéndonos verdades y las canciones de Randy Newman ("la gente bajita no tiene razón para vivir") sigan encontrando un auditorio agradecido. Que el optimismo que nos mueva, en suma, parta de la base de que estamos en un horrendo campo de concentración. Y que de queja en queja el mundo nos sorprenda con una vida que haya valido la pena.