Algunos defectos del mundo son más evidentes en Colombia: la cultura del dinero por el dinero ha hecho que a una cantidad de inocentes de corbata les dé lo mismo qué se venda con tal de que se venda (celulares, personas, libros: da lo mismo) y ha convertido a la gran mayoría de las empresas en mafias sicilianas, organizaciones implacables con las que conviene estar agradecido; los cocteles están plagados de personajes mediocres, astutos, envidiosos, hombres o mujeres educados en el vicio de hallarles "peros" a los otros, y las semanas están plagadas de cocteles; la vida se arrebata de un tajo, así, ya, como si los otros no tuvieran pasado ni futuro; las clases altas esparcen por el aire la teoría de que lo serio es aburrido y lo intelectual intelectualoide, y que al pueblo no hay que exigirle mucho porque no es mucho lo que entiende; palabras como "corrupción", "horror" y "clasismo" son, en fin, mucho más comprensibles aquí que, por ejemplo, en Suecia, pero según la Base de Datos de la Felicidad Mundial, organizada por un importante profesor de la Universidad de Rótterdam y reseñada hace unas semanas en unos cuantos medios del país, en este planeta no hay personas más felices que los colombianos.
Vivimos llenos de problemas. Tenemos deudas desde que los bancos y los gobiernos se dieron cuenta de que podían exprimirnos sin temor a represalias. A todos nos han secuestrado o matado o maltratado algún pariente. Nos hace falta un amigo que tuvo que irse de un día para otro. Y damos gracias a Dios por haber pasado cinco minutos antes de la explosión de aquella bomba.
Y sin embargo estamos felices. Más que los daneses. Más que los suizos. Mucho más que los gringos. La respuesta a "¿por qué?" podría ser "somos idiotas". Pero no, no lo somos. Nos desagradan los titulares de los periódicos, nos indigestan esos políticos que dan círculos sobre cualquier cargo público igual que los chulos inspeccionan un cadáver, nos estremecen los niños, los ancianos, los mutilados que piden dinero en las esquinas porque detrás de ellos intuimos cabezas frías que han planeado el negocio desde el comienzo, no nos sentimos particularmente orgullosos de ser colombianos (aunque a todos nos alivie un poco que Servando y Fiorentino sean venezolanos) pues entendemos que ser colombiano o finlandés o griego es un triunfo en la medida en que lo es ser alto o ser bajito, y con todo, a pesar de la conciencia del desastre y de la resignación ante los hechos, nos sentimos cómodos con la vida que llevamos. Lo más probable es que la investigación de la Universidad de Rótterdam no esté mintiendo: si en algo coinciden los extranjeros que de vez en cuando nos visitan, es en que les sonreímos de verdad, en que jamás se habían tropezado con personas tan dispuestas a almorzar durante tanto tiempo.
Conviene aclarar, en este punto, que no es posible ser feliz, que en el mejor de los casos se puede estar feliz. La primera idea supone una naturaleza que sólo alcanzan los bebés de siete meses, los recreacionistas de ciertos hoteles caribeños y los monjes menos inteligentes de los más apartados monasterios orientales. La segunda noción, más realista, nos lleva a pensar en un logro de cada momento, nos lleva a pensar en Colombia, en donde se está feliz porque, por fuerza mayor, se vive en el presente: en Colombia nada se resuelve, nada se puede planear porque ningún plan se sostiene (lo que significa, a la larga, que nada cambia en el fondo), el día de hoy es tan incierto como el de mañana, el trabajo se puede perder de un tajo, así, ya, de tal manera que el sentido de nuestras vidas se reduce –o mejor: se eleva- a reírnos de nosotros mismos en la mañana, en la tarde, en la noche, con todas las personas que queremos.