Yo no digo que hagamos la revolución. Digo que, ya que nadie protesta por nada, ya que la protesta ha dejado de ser lo que antes era (¿no es cierto que a los nuevos héroes de las emisoras les da un poco de vergüenza componer canciones en contra de la guerra?, ¿alguien me responderá "eso es mentira" si aseguro que al año se pierden millones de dólares del presupuesto nacional en corrupción?, ¿no me responderán "qué importa" si insisto en que ciertos funcionarios públicos han roto la promesa de no involucrarse en combates electorales?), en fin, ya que nos hemos acostumbrado a las infamias del mundo como si fueran problemas en el apartamento de al lado, por lo menos dediquémonos a congestionar de cartas, de visitas, de llamadas, las oficinas de quejas y reclamos de todas las empresas que nos maltratan. Algo es algo. Hagámosle la vida imposible, por ejemplo, a esos teatros carísimos que proyectan películas rayadas. Rehusémonos a pagar mil pesos más, en esas escabrosas cigarrerías de barrio, por un chocolate que cuesta mil pesos menos.
Dicho de otra manera: no hagamos paros ni marchas porque una diputada elegida por el pueblo pida una licencia para pasar unos meses en un reality show, permitamos que las multinacionales invadan países de repente (que hagan lo que quieran: que viajen en sus tanques con la bandera del país que más dinero pueda reunirles), dejemos que no les paguen más horas extras a los empleados de salarios mínimos, que fumiguen las selvas del planeta como las indefensas materas de una sala de recepción, que la gente que no piensa igual que nosotros sea perseguida hasta la muerte, que masacren a unos niños en un pueblo que no habríamos oído nombrar si no hubiera sido arrasado, pero no nos quedemos callados cuando nos quiten canales de televisión por cable sin explicarnos nada (¿vamos a dejar que nos cambien CNN por FOX News?) ni mucho menos cuando nos cancelen algún servicio por tardarnos dos días en pagar la cuenta.
Sí, protestemos por eso. Tenemos que comenzar por algún lado. Yo no digo que nos convirtamos en policarpas salavarrietas de un momento para otro ni que nos levantemos por las mismas injustas alzas de impuestos que han dado origen a todas las naciones del mundo. No pretendo que entendamos qué quiso decir Abraham Lincoln con "pecar de silencio cuando deberían protestar convierte a los prudentes en cobardes", cómo supo Dante que "las sillas más calientes del infierno están reservadas para aquellos que en tiempos de crisis deciden no hacer nada" o por qué Oscar Wilde se atreve a manifestar que "la desobediencia es, a los ojos de cualquiera que conozca la historia, la virtud original del hombre". Mucho menos aspiro a que, ahora que el genial Arthur Miller ha muerto, algún narrador se enfrente a las arbitrariedades de cualquier gobierno. No, no espero eso de nosotros. Yo sé que protestar nos parece un poco cursi.
Sé que vivimos en una época que confunde discrepancia legítima con subversión desleal. Y que hemos dejado de opinar porque a nadie le importan nuestras opiniones. Pero estoy convencido de que estamos a tiempo de evitar la tiranía de los malos servicios: aún podemos declarar inhumanas las listas negras de datacrédito, las cláusulas que lo amarran a uno a un celular por siempre y para siempre, las detestables máquinas contestadoras de los centros de atención al cliente ("querido usuario: si lo estamos robando mes a mes, marque uno"), los parqueaderos que suben sus tarifas sin asomo de culpa, las programaciones gemelas de los dos canales privados. Sí, eso es. Ya que no somos capaces de reclamar lo que le hacen a los demás, quejémonos por lo que nos hacen a nosotros. Será una prueba, al menos, de que aún estamos vivos.