Todos los suicidas han tenido fiebre alguna vez: el cuerpo, que suele llevarle la contraria a la voluntad, y parece inmune a las pruebas que podemos darle de que vivir no vale la pena, eleva su propia temperatura para fabricar ejércitos de microorganismos siempre que se siente amenazado por las infecciones. Vivir es, pues, la vocación de nuestros cuerpos. Y sin embargo el mundo está lleno de personas a punto de quitarse la vida. En la Bogotá de 2004, para poner un ejemplo, 622 seres humanos encontraron la muerte que buscaban: 224 se ahorcaron, 180 se dispararon, 149 se intoxicaron, 45 saltaron al vacío y 24 recurrieron a métodos que no conviene imaginar después de almuerzo. Según ciertos manuales sobre el tema, las víctimas pretendían aliviar las horrendas frustraciones que los deprimían de lunes a domingo, castigarse a sí mismos por no ser las personas que tendrían que haber sido o callar las voces que no los dejaban dormir en paz por las noches. La mitad, 311, fracasaron en el primer intento. Y se suicidaron pensando "ni siquiera soy bueno para esto".
¿Por qué no suicidarse?, ¿no está dispuesto el mundo a darnos razones para hacerlo?, ¿no se suicidan algunos conejos bien preparados con el noble propósito de combatir la superpoblación?, ¿no es el suicidio una legítima forma de expresión?, y ¿no es la vida tan frágil, tan susceptible de acabarse de repente (cientos de personas mueren, por ejemplo, resbalándose en la ducha), que quitársela no parece ser mucho más complicado que hacer una vuelta bancaria? Sea como fuere, no hay que haber estudiado en Oxford para entender que matarse –pecado, crimen o salida honorable- puede evitarle a uno tener que pagar la cuenta del agua, cumplir una cita odontológica, volver a oír las mismas palabras en boca de las mismas personas, asistir a alguna de esas reuniones laborales cargadas de jergas inútiles, en fin, no hay que ser profesor ni alumno para entender que matarse puede ser una solución efectiva a los peores problemas que enfrentamos. Fue eso, precisamente, lo que pensó el italiano Eugenio Ciro Milani cuando abrió aquel blog (su primer post fue: "este es el diario público de un aspirante a suicida") que aún hoy documenta sus últimos días en el mundo: pensó, como ese político corrupto que se voló la cabeza en la recepción del Miami Herald, como ese niño que se lanzó desde un edificio en su colegio, que nada cambiaría en su vida y no estaría nunca en un lugar en paz a menos que muriera.
¿Por qué no suicidarse? ¿Cómo –con qué cara- pedirle a la gente que no se quite la vida? ¿Habría que decir, como los existencialistas, que en un mundo sin Dios nuestro deber es darle sentido a una vida sin sentido?, ¿o, como los nihilistas, que ni siquiera el suicidio tiene un significado? Quizás lo mejor, a falta de argumentos, sea esconderles las pistolas a las personas que queremos. O pedirles que no nos dejen solos, acá, en el planeta en donde se creó Guardianes de la bahía. Yo no sé. Yo –que, está visto, no podría trabajar en una de esas líneas telefónicas de ayuda- simplemente creo que no lo hago, no me mato, porque mi cabeza es mucho menos rápida que mi cuerpo. Pero, por si a alguno de nosotros le pasa algo en estos días, dejo constancia de por qué jamás lo haría: porque es un lamentable lugar común, porque a última hora querría corregir mi nota de suicidio, no volvería a oír una canción de Peter Gabriel que se llama Don't Give Up, no podría ver ninguna de las películas que vienen, no sería testigo, para poner un ejemplo, de cómo Bogotá se vuelve lo que será cuando esté viejo, y dejaría de tener a la mano a una cantidad de personas a las que puedo llamar a cualquier hora para echarles la culpa de querer llegar al día siguiente.