Sé que va a sonar extraño. Pero mi idea es que, si algún investigador universitario llega a pedirnos una definición de "ser humano", o un extraterrestre en son de paz se atreve a preguntarnos qué clase de animal es el hombre que puebla el planeta en tiempos de medios, le entreguemos en una jaula al desprestigiado cantante Michael Jackson. ¿Por qué? Porque no será fácil encontrar a otra persona que encarne, a la vista del globo, todos los gestos vergonzosos que nos diferencian de las demás bestias de la creación: la resistencia al devastador hecho de crecer, el egocentrismo que combatimos desde la cuna hasta la tumba, los escándalos que en un principio sólo fueron costumbres insólitas, ese negarse a aceptar la apariencia con la que se ha venido al mundo, aquella búsqueda infructuosa del poder (una especie de venganza por las humillaciones recibidas en alguna parte del camino) y esta tendencia a ser reducidos por los otros –por el diablo al que se le ha vendido el alma- al muy triste papel de fenómeno de circo.
Michael Jackson es un hombre negro de 47 años, maltratado, explotado, acorralado, que reinventó los videos musicales, compuso algunas de las canciones más interesantes de los años ochenta (las suyas son canciones cinematográficas: pequeñas películas cargadas de minúsculos efectos sonoros) y vendió en el mundo más de 50 millones de copias de un disco inevitable titulado Thriller. Pero en los últimos doce años, convertido por sus propios desmanes en un engendro eternamente acusado de abuso de menores (pasa días enteros en la compañía de amigotes de diez años, dice, en busca de la infancia perdida), ha llegado a nuestros televisores convertido en una criatura genérica, una máscara blanca, un molde, un maniquí mitad hombre, mitad mujer, que sólo conserva el talento para ser Michael Jackson, para esculpir su propia cara de mimo en las camillas de los cirujanos plásticos (es increíble: una estatua que es su propio Pigmalión, un monstruo que es su propio doctor Frankenstein) y gastar millones de dólares en objetos que jamás volteará a mirar en sus mansiones.
¿Alguien vio el juicio a Michael Jackson en televisión? Yo sí. Yo lo vi varias tardes. Y, aunque aún me produce escalofríos que el tipo haga fiestas de piyamas con sus amiguitos, quedé convencido de que es inocente. No tanto porque todos los que suban al estrado pretendan sacarle unos cuantos millones de dólares a punta de inventos, como, sobre todo, porque él sólo ha hecho lo que le hemos enseñado a hacer, lo que le hemos pedido que haga. Basta con usar el control remoto para comprobar, de canal en canal, que su mal es el mal de esta era: ahí, en la pantalla, están el político empeñado en sustituir el horror de la realidad por su reluciente imagen de estadista, las modelos vueltas a hacer que no se dan cuenta de que la gente se ríe de ellas, el noticiero que revela los peligros de las cirugías plásticas a mitad de precio, el deprimente reality show en el que los feos de siempre son convertidos en aterradoras personas sintéticas (miren esas asquerosas cejas inmóviles) en nombre de una belleza tomada de avisos publicitarios.
Yo le rindo homenaje a Michael Jackson. Yo reivindico su tragedia. Escribo esta columna que no leerá (en donde la palabra "yo" está cinco veces: él no es el único) para que quede constancia de que entendemos que es sólo otro hombre elefante en esta feria. Sí, eso es. Ha dado los giros, los pasos, las vueltas que tenía que dar. Y ha llevado al extremo –ha puesto en escena por nosotros- las vanidades, las inseguridades y los ensimismamientos que nos convierten en la especie que somos. No debería avergonzarse de nada: Akira Kurosawa decía que en un mundo de locos sólo el loco es sano.