Los tipos que tienen la culpa duermen en paz: es una realidad que no deja de asombrarme. En la falsa nochebuena que remata sus años, reciben, sin asomos de vergüenza, regalos tan descarados como finísimas botellas de whisky, aparatos electrónicos que registran sus extraños movimientos de cuentas y anchetas gigantescas que callarían para siempre al niño chillón de aquel villancico escalofriante titulado Mamá: ¿dónde están los juguetes?
Tendrían que aparecérseles los fantasmas de la Navidad pasada, presente y futura, como se le aparecieron al Ebenezer Scrooge del cuento de Charles Dickens, para que reconocieran que su liderazgo mezquino ha empobrecido, acorralado e insensibilizado a la gente de –por poner un ejemplo- este país engañado desde su mismo nombre. Sólo en la ficción podríamos conseguir que los políticos negligentes, hábiles para los negocios pero incapaces a la hora de servirles a los demás, nos pidieran perdón por todos los errores cometidos. Es más, sólo en la ficción estarían de acuerdo con nosotros en que son errores. Dirían "quiero hacerme reelegir porque mi ambición no tiene límites", "juré no volver a hablar de política apenas salí de la presidencia porque soy un pusilánime incapaz de asumir mis responsabilidades", o "acepté la embajada en Washington, a pesar de liderar la oposición, porque soy un perverso hombre de negocios".
Dirían la verdad, eso es. Y nosotros nos iríamos a descansar con la ilusión de que todos los crímenes tienen un castigo.
El fantasma de la Navidad pasada los despertaría el veintitrés de diciembre, en un hotel de cinco estrellas, para demostrarles que alguna vez tuvieron escrúpulos: vestido como el niño Dios, pero sin recurrir a la nostalgia (la nostalgia no sirve para nada), el espectro los llevaría a la primera vez en que se dijeron "sacrifico a esta persona", "traiciono mis ideas" o "recibo esta plata" "sólo porque no existe otra manera de llevar a cabo los planes que tengo para la redención del país".
El fantasma de la Navidad presente los despertaría una hora más tarde, a la medianoche, dispuesto a probarles que son ellos quienes crean "los afanes belicosos" que año tras año denuncia el mensaje navideño de Melodía Estéreo: disfrazado de papá Noel de centro comercial, hastiado de ver adornos desde el primero de noviembre, asqueado con las campañas fascistas para hacer de Colombia una marca y molesto con los vándalos geniales que (sucedió en Bogotá) pintaron un "pre" sobre la primera sílaba del apellido en el absurdo monumento a Américo Vespucio, el espíritu los llevaría a los lugares del país en los que –la frase es de G. K. Chesterton- los pocos niños que quedan le dan las gracias a Dios por llenar sus medias con piernas.
El fantasma de la Navidad futura los despertaría en el momento más frío de la madrugada para enfrentarlos con las horribles consecuencias de sus actos: vestido como un obrero chino, preparado para no perder el optimismo, el espanto los llevaría a un museo de ciencia ficción en el que se exhibirían objetos tan reveladores como el decreto de 2010 en el que se obligará a los ciudadanos a hablar con diminutivos o el famoso primer carné del club social en el que se convertirá el partido conservador en el año 2014.
Yo lo sé. Sé que al final, cuando los fantasmas les dieran una segunda oportunidad, después de aceptar cabizbajos sus errores, los políticos indolentes se morirían de la risa. ¿Por qué? Porque ni siquiera en Navidad, ni siquiera en la ficción tendrían problemas de conciencia. Allí, en esos relatos que inventamos para que no se vuelvan realidades, seguirían pensando que el juicio de la Historia es lo de menos porque la Historia es otro parrafito que se puede corregir en un momento. Y dormirían en paz, por supuesto, pues han decidido que no importa tener la culpa si nadie más está mirando.
Lo único que nos queda, creo, es mirar.