Desde niños nos han aconsejado que dudemos un minuto, al menos un minuto, siempre que estemos convencidos de algo. Para decir verdad, no ha servido de nada. Porque si algo prueban estas últimas semanas es que el mundo está lleno de fanáticos (vean la definición del columnista irlandés Finley Peter Dunne: "los fanáticos son hombres que hacen lo que creen que el Señor haría si conociera los hechos del caso"), seres que condenan a los demás como si tuvieran la autoridad para juzgarlos, que sermonean a los indefensos hasta hipnotizarlos y se resisten a cambiar de tema hasta que todos los demás repitan sus argumentos punto por punto y de rodillas. No son malas personas, no, nadie está diciendo eso. Si no despreciaran a los otros, si no repitieran sus dos ideas fijas como letanías y no llegaran a la conclusión de que algunas desapariciones son necesarias, podrían ser incluso divertidos.
La pregunta es ¿cómo se convierte una persona cualquiera en un fanático?, ¿qué pasos debe dar una mujer o un hombre para aprender a odiar a los que le llevan la contraria? Debe ser, antes que nada, una persona segura de sí misma, un aterrador entusiasta de su propia causa, un individuo esclavizado por su ego al que la sola posibilidad de poner en duda su identidad lo obligue a asociarse exclusivamente con hombres hechos a su imagen y semejanza: nadie tan solidario con las penurias de un neonazi como otro neonazi. Debe, además, confirmar sus más íntimos pensamientos en discursos de gurús de turno, filosofías malinterpretadas y tramposos volúmenes de superación personal: su meta es llegar a la conclusión de que vivir no es respirar, comer y dormir, sino cumplir un par de sueños públicos, y que la única manera de resolver la ansiedad por el éxito –digamos también "el dinero", "el reconocimiento"- es alcanzándolo. Claro: no pasaría nada, todo esto no dejaría de ser un simple problema de ellos, si la egolatría asociada y autocompasiva no se transformara tarde o temprano en violencia.
Estas semanas nos lo han probado de todas las formas: el horrible asesinato en el estadio de aquel hincha de Santa Fe, el reciente linchamiento (cinco mil indígenas golpearon e incendiaron a cuatro sospechosos de robo) en el norte de Guatemala, el terror patriotero que le dio a algunos que Gaviria se enfrentara con Uribe (nos va a matar esta obsesión porque todos estemos unidos alrededor de una reconstrucción que nunca llega), la captura 40 años tarde de un líder del Ku-Klux-Klan apropiadamente llamado Edgar Ray Killen, las rabiosas críticas a los psiquiatras, a los fármaco dependientes y a los bromistas pesados por parte del actor cientólogo Tom Cruise (¿no da un poco de miedo una religión inventada por un escritor de ciencia ficción?), y la reunión neonazi a unos pasos del cementerio de la SS en Halbe, una villa al sur de Berlín, que salió mucho mejor de lo esperado, nos han sido útiles para no olvidar que el mundo es una red de sectas convencidas de su misión en el universo.
Sí, eso es. Tenemos derecho al miedo. La tortura, en cualquier momento, puede llegar a volverse un plan de viernes en la noche.
Suele atribuírsele al filósofo inglés Bertrand Russell la siguiente frase: "el problema con el mundo es que mientras los idiotas y los fanáticos están siempre seguros de sí mismos, las personas más sabias viven llenas de dudas". Yo no digo que tengamos la responsabilidad de entender la teoría de la relatividad o la forma en que los mensajes recibidos en la infancia afectan el resto de la vida. Digo que estaría bien si de vez en cuando siguiéramos el consejo que nos dieron hace tiempo: que, ya que no podemos ser sabios ni tenemos la intención de ser fanáticos, al menos seamos idiotas que dudan. Nada tan peligroso como tener las cosas claras.