A los papás les gusta echarles la culpa a los demás. Sus hijos se les han salido de las manos, piensan, por cuenta de accidentes como las malas compañías en el barrio, los libros blasfemos bajo la cama, las canciones lúgubres cantadas a los gritos, las películas violentas que lavan el cerebro, los programas de televisión pensados para idiotas o las páginas web cargadas de ideas peligrosas. ¿Qué se puede hacer contra estos enemigos?, ¿censurar?, ¿prohibir para que los niños no sientan que se mandan solos? Los papás se hacen preguntas como estas, que no tienen respuestas, hasta volverse viejos. Son detectives que se pasan la vida investigando un crimen que ellos mismos cometieron. Son eso, papás, un gremio conmovedor que marcha unido bajo las consignas "a dónde irá parar el mundo", "nosotros no éramos así", "ya nada es como antes". Usted mismo puede reconocerlos. Hoy, a esta hora, los une el odio que sienten por los juegos de video.
Que no son, en ningún momento, una novedad. En plena fiebre del televisor, 1951, el ingeniero norteamericano Ralph Baer emprendió la tarea de incorporar al aparato el primer juego interactivo. Diez años después, en Boston, el estudiante Steve Russell logró simular una rudimentaria guerra espacial en un pequeño monitor. Y así, en 1977, tras una serie de nobles fracasos, una compañía llamada Atari sacó al mercado la famosa consola VCS (Video Computer System) que les impidió a los niños de los 80 dejar de ser niños antes de tiempo. El mundo ha visto desfilar, desde entonces, una serie de aparatos, de personajes, de aventuras generadas por computador, que en verdad han trasformado nuestra cultura: el Atari fue reemplazado, en los años noventa, por el Nintendo, el SEGA y el PlayStation; Pacman, aquel héroe redondo que tragaba pastillas en un laberinto, fue relevado por seres digitales del talante del mecánico Mario Bros, el erizo Sonic o la exploradora Lara Croft; las imágenes planas de los primeros juegos (el fútbol de tres contra tres, el tenis entre dos líneas blancas, la simétrica invasión extraterrestre) fueron sustituidas, con el paso de los años, por gráficas tridimensionales que han convertido un humilde entretenimiento en un arte al margen del arte.
Un arte que, como todos los artes, como los blogs, ha tenido que soportar las críticas vacías de aquellos que no han logrado entenderlo. Y ha servido de refugio a seres tan extraños como aquel surcoreano que murió después de jugar 50 horas seguidas, aquella finlandesa que aspiraba a ver un "Game Over" mientras conducía a toda velocidad por las calles de Helsinki o esos aterradores individuos de mirada fija que repiten sobre una plataforma electrónica todos los pasos de baile que les propone una máquina hecha en Taiwán.
Es por eso, por casos psiquiátricos de ese estilo, que los papás ven la causa del desastre en este tipo de inventos. Pero los juegos de video, como cualquier ficción, como los mitos griegos sobre padres que se comen a sus hijos, no tienen la culpa de nada. Quizás pierdan más a un niño perdido. Tal vez aíslen más a un tipo aislado. Pero al resto, a los que no irán por los pasillos de algún centro comercial sintiéndose Pacman, a los que no cruzarán las calles como la rana de Frogger (porque no tenían, desde antes, problemas mentales), les servirá para ser todas esas personas que jamás serán en la vida real, para ser los golfistas, los agentes secretos, las hampones que no podrán ser por simples cuestiones de tiempo. Que los papás jueguen X-BOX: esa es la solución. Que sepan que los hijos, por definición, se salen de las manos. Y que la educación es sólo estar ahí. Vivir una vida que les sirva a los demás de ejemplo (bueno o malo: da lo mismo) para vivir lo que viene como un juego.