Esta es la cuestión: hace dos años, en una importante reunión que comenzó el martes 25 de febrero y terminó el sábado 1 de marzo, un grupo de obispos reconoció amargamente que la Iglesia Católica estaba perdiendo miles de fieles en Latinoamérica. Por supuesto que sacaron otras conclusiones, no fueron a Miami sólo a chapotear en la piscina. Descubrieron que las sectas cristianas, las congregaciones de la nueva era y las sociedades en la línea de herbalife ganaban adeptos cada día. Notaron que muy pocas personas de menos de 40 años van a misa, que los Estados se han ido separando de la institución eclesiástica y que un buen número de bautizados han dejado las capillas para vivir la religión "a su manera". ¿Por qué estaba pasando todo eso?, ¿por qué había tantas sillas vacías en los templos? No tenían ni idea. Lo único que les quedaba claro era que ellos no tenían la culpa de nada.
Yo tengo algo, tengo todo de católico. He recibido cinco de los siete sacramentos que ofrece la corporación. Sé que el universo gira alrededor del Dios que creó todo lo que existe, el Dios que castigó a la primera pareja heterosexual por tratar de saber más de la cuenta e inventó el concepto de redención a partir del dolor infinito de un hijo crucificado. Y a fuerza de cargar una serie de imágenes terribles por la vida (el padre que va a asesinar a su niño en un monte, la madre que ve morir al suyo poco a poco), sufro costosos ataques de risa en los momentos más solemnes y hago chistes fuera de tono con la esperanza de que alguna señora seria se moleste. Digamos otra vez, pues, que soy católico. Y que me doy cuenta de que, así como yo no he vuelto a misas que no sean de fuerza mayor (¿para qué?, ¿no dicen que Dios está en todas partes?), muchísimas personas se han ido del rebaño sin siquiera despedirse.
Así que aquí viene el giro de la historia: porque vivo corroído por la culpa, porque pido perdón por oficio sin haberle hecho nada malo a nadie, he pensado en las siguientes estrategias para conseguir nuevos clientes para la organización:
Cambiar, cambiar ya. Reconocer que el target del producto es "señoras paisas entre los 70 y los 90 años". Aceptar la frase "mejor doble moral que ninguna" como eslogan de la institución. Ofrecer descuentos por pronto pago. Producir un reality show en el que se gane el cielo el mejor de un grupo de seminaristas. Abandonar el mal gusto de decirle a los adolescentes inseguros que el hombre fue hecho del barro. Quitarle a los sacerdotes, mientras no puedan casarse, la atribución de dar consejos matrimoniales. Olvidar las jerarquías. Negar a toda costa que el cardenal López Trujillo haya llamado al casamiento homosexual "una verdadera deshumanización". No censurar libros, o, si insistimos en este punto, censurar alguno que uno escriba a ver si se vende. No prohibir ni una cosa más: prohibir es el gesto de quien ha perdido el poder para siempre.
Y tener sentido del humor, por Dios. Ni siquiera la monja Sor Zita, la Aleida de El catolicismo, se atreve ya a ser una caricatura de verdad. Yo sé que no está en ella exigir que se incluya a la mujer o gritar "somos más que una costilla de caldo" o sugerir que no hay nada tan mediocre como un mundo dedicado a un solo sexo. Yo entiendo que no reconozca en voz alta que los curas poderosos han enlodado la imagen de los curas de barrio, seres admirables entre la gente admirable, entre las enfermeras de la cruz roja, los periodistas que se juegan la vida en el lugar de los hechos o los fiscales que investigan masacres sin decirse mártires. Pero al menos podría reírse de su propio uniforme, la hermana Sor Zita. O abogar por el uso del condón si van a seguir insistiendo en que haya monaguillos.
En chiste, digo. En chiste.