Volver de Cartagena de Indias es una de las experiencias más tristes del mundo. Hablo por mí, que no sólo descubro, de regreso, que he dejado atrás las calles de piedra de donde vino mi familia, las luces del cielo despejado que desciende en paz todas las noches, la sensación de caminar por un puerto al que la historia ha llegado tantas veces (no sólo experimento, en fin, la nostalgia que cualquier viajero experimenta en Cartagena), sino que caigo en cuenta de que una vez más he logrado darle la espalda a una catástrofe de proporciones bíblicas. Sé que nadie podría castigarme por dormir en un hotel de la ciudad vieja –otro feliz bogotano de paso- mientras los niños de algún barrio periférico hacen lo que pueden para no llenar el pozo séptico de sus casas. Sé que no tengo la culpa de nada. Y que no tengo el tiempo ni el dinero para abrirles espacio en la sociedad a esas quinientas mil personas que viven en la miseria. Pero entiendo que tengo cierta responsabilidad en el asunto, que lo mínimo que puedo hacer es escribir que no ignoro la tragedia. La indolencia es el peor de nuestros lugares comunes.
Acabo de estar en Cartagena. Y me he ido con la impresión de que las murallas que alguna vez la protegieron del asedio de los piratas, ahora la protegen de la realidad. Los temibles piratas de hoy (véanlos con sus gafas oscuras en las páginas sociales, mírenlos celebrar el 11 de noviembre rodeados de reinas contrahechas en vestido de baño, conózcanlos con sus guayaberas meditadas antes de que se metan en la piscina) se tomaron la ciudad poco a poco, la sitiaron en silencio, sin batallas ni inquisiciones, hasta quedarse con todos sus tesoros. Saquearon su presupuesto. Apostaron su patrimonio. Fundaron un parque de diversiones para la farándula en donde quedaba un histórico fuerte español. Tuvieron el buen gusto, sí, de invertir gigantescas cantidades de dinero en el rescate de esas perspectivas adornadas de pequeños balcones, enredaderas de flores e inmensos portones de madera, pero no les importó que el 75% de la población se volviera pobre en el proceso, que a las afueras llegaran 28 mil desplazados que viven cada día con menos de un dólar o que los colegios inundados se fueran quedando sin estudiantes.
¿En donde dijeron que estaban los mendigos cuando Bill Clinton paseó por aquella Cartagena sin problemas?, ¿me lo soñé o se atrevieron a asegurarnos que se habían ido todos a un seminario internacional de mendigos?
No importa. Yo no quiero dañarle las vacaciones a nadie ni pretendo revelarles a los gobernantes una verdad que saben de memoria. No aspiro, ni siquiera, a que veamos el problema por el lado humanitario. Me conformo con que lo enfrentemos, como enfrentamos todo, por el lado práctico. Me basta con dejar hechas estas preguntas a modo de conclusiones de convención empresarial: ¿no resulta más rentable que esos turistas gordos, oficinistas embadurnados en protector solar, sacudiéndose al ritmo de Chichi Peralta pero más bien torpes a la hora de bailar champeta con sus secretarias, vean un paisaje menos apocalíptico desde el cerro de la Popa?, ¿no será buena idea, ahora que estamos en campaña, desactivar una bomba social que podría estallar justo cuando se necesiten los votos?, ¿no valdría la pena que los excursionistas holandeses pudieran ir más despacio, sin perder sus sistemas digestivos del primer mundo, en esos románticos coches que viven la guerra del centavo por el barrio amurallado?, ¿no deberían recibir los indigentes algo del dinero que gastamos en los hoteles de moda?
No, nadie tiene que decírmelo. Yo sé que en todas las ciudades ocurren las desigualdades. Pero esta vez he vuelto de Cartagena apenado, deshecho, como si fuera el único lugar del mundo que no las mereciera.