Era una vez una persona loba. No una persona de mal gusto ni una persona vulgar ni una persona ordinaria: una persona que perseguía, sin fortuna, la elegancia. El clasismo era una realidad innegable en aquel tiempo, sí, sería insensato negar que la gente de la élite miraba de reojo a los intrusos que incrustaban fuentes de piedra en medio de la sala, comían caviares sobre patacones dulces y dejaban escapar sobrepronunciados terminachos en inglés en cualquier conversación de segunda para pertenecer al grupo de los mejores, pero esto no era clasismo, no, esto no tenía nada que ver con pensar que hasta en el cielo hay jerarquías, esta era una persona loba que lo había tenido todo desde el principio –una educación elitista, una familia que sabía combinar los colores, un depurado sentido del ridículo– por el hecho simple de haber venido al mundo. Sabía elegir la cosecha de los vinos en los restaurantes. Conocía bien a los nietos de un presidente malísimo. Leía en la cama a aquel milagroso novelista húngaro que había muerto cuando nadie lo leía.
Pero era una persona loba. Por supuesto: lanzaba ironías sobre aquellos perritos que menean la cabeza al son de los taxis bogotanos, citaba el rubí (¿o es un pequeño diamante?) que el cacique Diomedes Díaz se mandó a encajar en su blanquísima dentadura (¿sería mucho pedirle a los medios de comunicación que celebraran un poco menos su perturbador regreso al mundo del espectáculo?) como el mejor ejemplo de una elegancia fallida, se burlaba sin piedad de aquella pareja rumana que le puso a su primer hijo Lucian Yahoo para darle las gracias al buscador de internet por haberlos presentado, pero no se daba cuenta de que pertenecía a un jet set lamentable que simulaba costas azules en donde sólo quedaban cartagenas en emergencia sanitaria, páginas sociales en donde sólo había álbumes de fotos, tendencias izquierdosas en donde sólo podía verse una pasión extraordinaria por los carros convertibles.
Le gustaba decir en las fiestas que el lobo era el hortero de los españoles, el naco de los mexicanos, el cholero de los salvadoreños, el grasa de los argentinos, el indio de los hondureños, el niche de los venezolanos (quién iba creer, se decía, que los venezolanos notaran la diferencia) sin darse cuenta de que a nadie le queda bien vanagloriarse de los viajes que ha hecho por el mundo, declararse experto en las culturas que ha pisado en vacaciones, presentarse como un tipo que sí sabe que en el primer mundo ya nadie mira a nadie por encima del hombro. A duras penas habría aceptado, mientras se reía de esos edificios con espejos verdes de ventanas o de esos carros con el letrero "cuidado: bebé a bordo", que la lobería trasciende los estratos sociales. No habría podido explicar que se usa el adjetivo "lobo" cuando una cosa aúlla sin ser un animal peligroso. Ignoraría hasta el final que ser lobo es, en resumidas cuentas, pretender la distinción por el camino errado: la originalidad que ha obligado a ciertas personas a poner una pequeña venus de milo en la sala de la casa.
La única manera de no ser lobo, decía Confucio, es ser como uno es: olvidarse de la conquista imposible de una personalidad ajena, ganarse la singularidad sin buscarla, alcanzar la discreción que el poeta Ángel Marcel defiende tanto. Pero no, él nunca lo sospechó. Él se fue de vacaciones a Tailandia "ahora que está tan barato" (sólo un paréntesis más: su problema siempre fue, en el fondo, sentirse menos que los otros) y todo parece indicar que no volverá jamás al seno de esta aristocracia de mentiras que no pudo enseñarle que lo más lobo del mundo es ser aristócrata en un país que tiene hambre, tiene miedo y paga sus viajes con tarjetas de crédito.