Yo no me he confesado desde que hice la primera comunión. Lo que significa, sobre todo, que llevo veinte años sin pedirle a alguien que perdone mis faltas. No recuerdo por qué no lo hice cuando me confirmé ni por qué nadie me lo sugirió unos días antes de casarme. Pero hoy he pensado que lo mejor que puedo hacer, para celebrar el vigésimo aniversario de este silencio, es reivindicar el sentido del sacramento confesándome en esta última página. La confesión es, en últimas, un atajo para volver en paz a lo que somos. Y puede hacer por la mente (que es una caneca llena de uno mismo) lo que la digestión hace por el cuerpo. No, no hablo de culpas inexistentes ni de pecados que en verdad son vaivenes del pensamiento (los diez mandamientos tendrían que reducirse a "dedicarás tu vida a no hacerle daño a nadie") sino del sano ejercicio de narrar para reparar los errores, deshacerse de todo lo ocurrido y reconocer que quien traiciona sus principios traiciona al mundo entero.
No me he confesado desde que tenía ocho años, creo, porque las dos veces que lo hice me quedé en blanco e inventé lo primero que me vino a la cabeza. La verdad es que en ese entonces no tenía nada que declarar (estoy casi seguro de que dije "padre: he dicho las groserías que me sé", "padre: he estado peleando con mi hermano" y "padre: me he burlado del niño de mi bus que hace figuritas con los mocos") porque no había tenido tiempo para cometer las equivocaciones que he cometido, las equivocaciones que estoy en la capacidad de cometer. Confieso (¿no se confiesa todo el mundo en SoHo?) que he fingido clasismos, insolencias e insensibilidades para complacer a los demás, que he juzgado a las personas y a los libros antes de conocerlos, y que he sido soberbio a destiempo, he estado a punto de envidiar la suerte de los otros y me he dejado nublar por mi egoísmo en momentos determinantes de esta larga adolescencia, pero hoy siento que no han sido esos los actos que me han puesto por debajo de mi pequeña dignidad.
No he robado, no he matado, no le he dado la espalda a ninguno de mis amigos ni he codiciado al buey de mi prójimo, pero sí he pecado de pensamiento, palabra y omisión: me acuso de esperar con ansias el día en que Steve Irwin, el cazador arrogante que juega con los cocodrilos en la televisión, tenga que gritar "corten, corten" de un momento para otro; me arrepiento de las pocas estrellas que les puse –escribo las reseñas de cine de la revista Semana- a Y tú mamá también, La escuela del rock e Historias mínimas; me avergüenza haber llegado a pensar que es normal que haya un comercial en el que un superhéroe en forma de papel higiénico exclame "¡respetamos la cola!"; me deshonra el silencio prudente que guardo en una sociedad que quiere convertir a todos los demás en monstruos de feria (a propósito: estoy convencido de que no dejarán en paz al concejal embolador hasta que no se suicide en vivo y en directo); me abochorna reconocer que veo Padres e hijos por lo menos una vez por semana, que tarareo con la medialuna animada la canción de cuna de uno de los canales privados de televisión y que me gusta cualquier película que ocurra en un colegio.
Expongo estas inofensivas pruebas de mi tendencia a caer bajo, por supuesto, para decir que el mundo es como es porque los tipos que sí tienen cosas que confesar –los abogados tramposos, los congresistas irresponsables, los empresarios desalmados- se van a la tumba sin aceptar sus deslices. Reseño mis traspiés de segunda (sólo me he hecho daño a mí mismo) para decir que confesarse es ponerse en las manos de los otros. Y que el proceso sólo funciona, como la sociedad, cuando los demás se confiesan de vuelta. Yo me acuso, sí. Pero yo soy lo de menos si nadie más tiene la culpa.