Creo en un Dios que se ríe de las cosas. Creo en un Ser primero, un poder detrás de todo, que no persigue dominios, que no se santigua ante lo humano ni mira a nadie de reojo. No me cabe en la cabeza la existencia de un Ser supremo que lo haya creado todo –un mundo lleno de obstáculos que debemos superar, igual que en los juegos de PlayStation, hasta que veamos un "game over" en el horizonte- como un experimento del que solo salen bien librados los fanáticos del cielo. ¿Puede ofenderse un dios con mayúscula, como cualquier solterona bogotana, ante nuestra conmovedora irreverencia?, ¿no es cierto que sólo un dios de mentira le temería a la risa?, ¿creemos aún en un juez absoluto que entrega nuestros malos pensamientos como pruebas a la fiscalía del juicio final?
Creo que Dios nos dio el humor negro para habitar el mundo. Sospecho que no premia a aquellos personajes oscuros que emprenden guerras en Su nombre o a esos ejecutivos que viven del miedo de los otros. Y que en cambio susurra –en la ducha, en la calle, en los silencios- ideas para sátiras brillantes que nos salven de la masificación. Sospecho que en tiempos como éste, en los que perdemos libertades sin escándalo, en los que las notas de prensa son versículos de antiguos testamentos y los fundamentalistas celebran las leyes de la oferta y la demanda, Dios nos pide de rodillas que nos riamos del estado de las cosas. Fue Él quien le suplicó a Jonathan Swift, en 1729, que planteara, en un ensayo titulado Una modesta proposición, la posibilidad de que, para detener los problemas del hambre y la superpoblación, se le diera de comer al pueblo "niños sin futuro".
El mundo se ha vuelto serio, repetitivo, incuestionable. Necesitamos, más que nunca, una Breve antología del humor negro que nos recuerde que el antídoto existe.
Puedo ver ese libro: tendría, entre muchas otras cosas, el divertido elogio de Thomas de Quincey al asesinato, el globo terráqueo de juguete del gran dictador de Charles Chaplin, las sentencias de Saki ("es una de esas personas que mejoraría enormemente con la muerte"), las máximas de Oscar Wilde ("perdona siempre a tus enemigos: nada les molesta tanto"), las definiciones de Mark Twain ("un banquero es un tipo que nos presta el paraguas cuando hace sol pero lo quiere de vuelta cuando empieza a llover"), las lecciones de Groucho Marx ("nunca olvido una cara, pero en su caso me alegrará hacer una excepción"), la escena en la que Indiana Jones le dispara a un matón árabe que lo amenaza con una espada, el momento en el que los crucificados de La vida de Brian cantan "mira siempre el lado amable de las cosas", los 4 largometrajes de Monty Phyton, los 39 guiones de Billy Wilder, los 29 espectáculos de Les Luthiers, los 180 episodios de Seinfeld, los aforismos de Woody Allen ("la diferencia entre el sexo y la muerte es que puedes morirte solo sin que nadie se burle de ti", "las palabras más importantes no son te amo sino es benigno", "si quieres hacer reír al Señor, cuéntale tus planes para el futuro").
El comediante irlandés Spike Milligan, actor sin aspavientos, creador de un extraordinario programa de radio llamado The Goon Show, inventor de una serie de textos satíricos inmejorables (fue elegido por una encuesta de la BBC, en 1999, como "el hombre más chistoso de los últimos mil años"), vivió de broma en broma, desde abril de 1918 hasta febrero de 2002, para sobreponerse a la peor de las guerras mundiales, a la presión de los medios y a un trastorno bipolar que le produjo diez ataques de nervios. El epitafio que escribió para su lápida, unos días antes de morir, tendría que ser el epígrafe de esta Breve antología del humor negro: "les dije que estaba enfermo", dice.