Si las ciudades son organismos vivos, tal como sostienen los profesores universitarios a sus alumnas menos gordas, entonces los taxistas son los glóbulos amarillos que nos ayudan a respirar un poco mejor. Los vemos una sola vez en toda nuestra vida, es cierto, pero alcanzan a convertirse en personajes con tres dimensiones –tipos con móviles, muletillas y temores- en el transcurso del viaje. Sí, algunos se pasan uno o dos semáforos en rojo, se quejan con groserías efectivas porque uno los hace entrar en los peores trancones y eventualmente emprenden un tiroteo con la camioneta de al lado, pero todos los demás son seres humanos trabajadores, dignos, orgullosos: sus hijos siempre quieren ser como ellos cuando grandes.
Claro que hay que tener cuidado a la hora de montar en taxi. ¿Quién, con un poco de experiencia en la materia, podría decir lo contrario? Hay tres reglas precisas que deben ser observadas antes de estirarle la mano a un carro de esos: jamás debemos subirnos en uno que lleve un copiloto (de cualquier edad, raza o sexo) porque lo más probable, en el mejor de los casos, es que terminemos sin ropa y con traumas cerebrales menores en los jardines de un centro comercial que no conozcamos del todo; los conductores jóvenes, con pelos en la barbilla, cicatrices en el cráneo rapado y acentos indeterminables, no suelen llevarnos a la dirección que les damos al principio; y, así como es necesario revisar si el taxímetro funciona y si la foto de la licencia corresponde con la persona que conduce, resulta indispensable darle una mirada atenta a los adornos del vehículo: los que llevan cruces colgadas del espejo o escudos de Millonarios son personas de absoluta confianza.
Si no se piden por teléfono (en cuyo caso la relación entre el chofer y el pasajero adquiere proporciones confesionales y recuerda vagamente la que se establece entre un médico privado y un nuevo paciente), hay que prepararse bien para quitarle los taxis a los demás. Los otros transeúntes son muy competitivos a la hora de tomarlos, como si estuviera en juego el poco amor propio que les queda, o como si se sintieran en uno de esos restaurantes en los que uno grita "señor, señor" bajo la mirada atenta de los demás comensales y el mesero antipático no viene, así que lo mejor que puede hacerse es pararse unos metros más allá de los oficinistas y unos mucho más allá de las asistentes con minifalda.
Lo primero que hay que decirle al conductor, cuando uno ha conseguido subirse y ha cerrado la puerta dos veces para que no haya problemas (para que el tipo no diga "la dejó giratoria, mano"), es que el carro está en perfectas condiciones, y no, como se ha creído durante muchos años, que el clima del día ha estado "más bien bueno". Acto seguido, se debe preguntar qué ha pasado hoy o cómo van las cosas. No hay que perder la calma si la respuesta es "que parece que Satán está detrás de lo del Nogal" o "yo aquí lidiando con un extraterrestre vergajo que está viviendo en mi barrio y no nos deja dormir por las noches". No hay que forzar el tema de cómo los buses ejecutivos acaban con el tránsito de la ciudad ni entrar de inmediato en la discusión sobre los mendigos que llegan a las nueve a una esquina y regresan a sus casas a las cinco.
En fin. Yo sé que persiguen a los carros que acaban de cerrárseles, que se ponen espaldares con cubitos de madera y que cogen la carrera 30, la única sin semáforos, para llegar a cualquier parte, pero siempre termino de oírles esos cuentos que empiezan a contar justo cuando uno está a punto de llegar, porque estoy convencido de que los grandes taxistas saben algo que nosotros no sabemos. Lo dijo uno de ellos: los oficios con espejos revelan el mundo.