La gente se encadena a los postes de la luz para protestar por los fusilamientos en Cuba, marcha con pancartas mal redactadas para sentar su posición, arma grupos guerrilleros para vengarse de la escalofriante indiferencia de las elites y atraca a niñitas con polio y a gorditos temblorosos para que sus hijos menores no se mueran de hambre, pero ningún acto humano tan desesperado, ningún ataque de nervios tan evidente, como el de inventarse un programa de televisión de cocina en el que los presentadores sazonan sin ropa.
Habría que aclarar que, para no escandalizar a nadie, los cocineros en cuestión se cubren un poco con un sugerente delantal blanco con pequeños bordes rojos. Y, para cerrar la idea, habría que decir que el programa se llama Barely Cooking (que podría traducirse como Cocinando desnudos) porque cuando uno llega hasta él, después de pasar y pasar canales, lo primero que ve es a cuatro seres sonrientes y empelotos. Quisiera decirlo de otra manera, sí, pero es eso, exactamente, lo que uno ve: que dos hombres y dos mujeres fríen, condimentan y espolvorean empelotos.
No se piensa bien cuando sólo se piensa en el dinero: esa es la idea. Y, aunque quizás no sea éste el caso, aunque tal vez estos valientes presentadores crean que algo ganan aquellos platos sofisticados cuando son preparados con el cuerpo al aire, la verdad es que se cometen los peores errores posibles cuando se busca desesperadamente un papel protagónico en el mundo. Es probable que sólo sea uno de mis tantos prejuicios (siempre he creído, por ejemplo, que los hombres que admiran sus propios músculos en los espejos del gimnasio tarde o temprano menean los hombros y mueven el pie cuando oyen las canciones de Cher), pero por ningún motivo me comería una pechuga de pollo condimentada por un tipo sin camisa. Simplemente, no confío. Hay tantos poros, tantos humores, tantas vías de escape en un cuerpo sin calzoncillos que me parece imposible que las recetas no se vean al menos un poco afectadas.
Ahora, que no me guste a mí no es una buena señal. Los estudios de mercadeo podrían basarse en todo lo contrario a lo que pienso: yo no le habría dado ni un mes de vida a ese programa de la televisión gringa que cuenta la vida de tres jóvenes brujas y no habría invertido ni un peso en una película sobre un superhéroe ciego vestido con una sudadera de cuero (porque, por Dios, si uno le hace zancadilla o si hace muecas a sus espaldas pone en peligro a todo el universo) y no me habría imaginado que Cocinando desnudos llegaría al capítulo veintidós con un rating envidiable y mucho menos que convertiría a sus cuatro presentadores, aspirantes a estrellas de Hollywood, en celebridades menores en Canadá. La televisión es el paraíso de las malas ideas: ese es el punto.
O ¿alguien se atreve a decir que es una buena idea dedicarle quince minutos de un noticiero a las noticias de la farándula?, ¿que un reality show en el que una concursante le dice a otro "eres déspoto: no me gusta tu aptitud" no es otra prueba del desastre?, ¿que un programa cuyo eslogan sea "el dulce sabor del chisme" no es una razón más para imaginar que el fin de los tiempos está cerca? Quienes viven dentro de los medios pierden las perspectivas del mundo: tienen que hacerlo. Tienen que convertir a los fusilamientos en estadísticas de regímenes que no comprenden y reducir las protestas a "bochornosos actos terroristas". Tienen que decirse, en las eternas secciones de farándula, que "un grupo de ingeniosos productores canadienses acaban de encontrar una divertida manera de combinar sexo y comida". Sí, así es. La buena noticia, para todos, es que el control del televisor sigue en nuestras manos.