Cuando entro a una librería, y llego a los escaparates de los manuales y los mapas, pienso que alguien tendría que escribir una compasiva Guía para ir al cine. Ir a cine es, al fin y al cabo, un viaje como cualquiera, y, si no contamos con un plano detallado de lo que podemos encontrar en los múltiplex o las pequeñas salas de barrio, lo más probable es que corramos el riesgo de vivir una de las peores experiencias de nuestras vidas. La meta es no verse en la incómoda necesidad de salir, visiblemente ofendidos y bajo la mirada de los demás espectadores, de la oscuridad del teatro.
Pero, ¿cómo evitarlo?, ¿cómo ver la película correcta en el momento preciso?, ¿en dónde, cuándo, por qué, con qué ánimo y con quién ver una comedia gringa tontísima, un drama noruego lleno de preguntas, una malograda tragedia española? La Guíatendría todas las respuestas. Nos aconsejaría, para comenzar, fijarnos bien en el título original de la producción y compararlo con el que han elegido los traductores. Porque, si fuera por el nombre en español, todas las películas serían telenovelas o eslóganes de discotecas: la guía nos recordaría que a Monsters Ball la llamaron El pasado nos condena y a Bananas le pusieron La locura está de moda.
Sí, esa sería la primera recomendación: si quiere saber a qué se expone, diría la Guía, averigüe el título original. Y después, cuando se entere de que Fin de semana de locos en realidad se llama Wonder Boys, lo mejor es que se fije en dónde la están proyectando. Porque si la presentan en esos viejos teatros de dos pisos, que montaron sobre las calles principales y hoy sobreviven contra todos los pronósticos, será una experiencia inolvidable. Allá no van los niños que se ríen en los pedazos equivocados, las quinceañeras que hacen guerra de crispetas en la oscuridad, los ingenieros industriales que no apagan los celulares y tratan de anticiparse a los diálogos en el idioma original del relato. Y si van, uno puede irse a otro puesto. O quejársele a su acompañante. No, no se debe ser frentero ni valiente en el cine: no se debe callar a los desconocidos ni pedirles, a los de adelante, que se agachen.
El acompañante es parte fundamental de la proyección. Ir a cine solo, en la tarde, es una deprimente prueba para los nervios. Pero quizás, como en el dicho popular, sea mejor que ir con un mal acompañante. En teoría, claro, sería preferible ir con alguien del sexo opuesto –porque no siempre se trata de ver la película-, pero en la práctica necesitamos a un amigo que en The Matrix se ría de esas escenas en cámara lenta y se niegue a considerar que hay serias teorías filosóficas en juego, a una persona que se burle con uno de la falsa profundidad de El lado oscuro del corazón, a un conocido que no se moleste si nos mostramos poco varoniles en las películas de horror. El acompañante es clave: ir con la mamá –o con una mujer llamada Lucía- a ver Lucía y el sexo es un error imperdonable.
¿Qué esperar de una película?, ¿cómo disfrutarla deprimidos?, ¿cómo saber si es mala?, ¿qué cara poner si no la entendemos?, ¿cómo enfrentarse a la hiriente luz del mundo cuando salimos del teatro? Todas las respuestas aparecerían en la Guía. La conclusión, en las últimas páginas, sería que se va a cine porque se tiene fe en los accidentes y se intuye la imposibilidad de planearlo todo. Lo dice Macon en The Accidental Tourist –que en español fue bautizada Un tropiezo llamado amor- cuando su esposa, Sarah, lo confronta: "nada puede planearse: las cosas sólo pasan".
Por eso, porque tratamos de hacer un paréntesis a la suma de los hechos, entramos a las librerías. Los libros nos preparan para el viaje. Los libros nos preparan para el cine.