Colombia es un semáforo en rojo rodeado de campesinos desplazados por la violencia. Qué alivio tomarse unas vacaciones, pensamos, antes de que los tragafuegos de las esquinas se molesten porque se nos han acabado las monedas. Sí, esas ideas mezquinas dan vueltas en nuestras cabezas cuando nos vamos de viaje, arrodillados por culpa de un pasaporte café que nos hace pasar las peores vergüenzas, mientras recorremos la interminable autopista hacia el aeropuerto. En las cafeterías junto a la sala de emigración, al lado de la pantalla que anuncia la salida de los vuelos internacionales, damos gracias a Dios por librarnos por unos días de la envidia legendaria, del arribismo deprimente, de las licencias éticas de los colombianos. Sentimos, de requisa en requisa hasta el avión, que por fin somos felices.
Desde nuestras sillas de vuelo, a salvo en la promesa de los cinturones de seguridad, comenzamos a descansar de los gritos desproporcionados e innecesarios (¿qué le pasa?) del presentador de Cien colombianos dicen, de los zombis temperamentales de la selección de fútbol del país, de las populares salidas en falso del único funcionario del gobierno. Qué paz se siente lejos de esos perros entrenados para descubrir bombas en topolinos de viejitos, de esos tipitos ágiles que se nos cuelan en las filas de los cines, de esos buses ejecutivos en los que los pasajeros del pasillo se agachan para que los policías no multen al chofer. Qué tranquilidad cuando el avión despega. Descansaremos del adjetivo "colombiano" por unas semanas: atrás quedan los padrastros indiferentes de la nación, las canciones infernales de final de año, los programas de radio en donde sólo la pasan bien los locutores.
Llegamos a los aeropuertos del primer mundo, convertidos en aduladores sumisos, sintiéndonos morochos llenos de cicatrices. Tememos que los guardias de ojos azules nos empeloten, como en Expreso de medianoche, por culpa de nuestro pasaporte de segunda. Pero, como sólo corren esa suerte los hampones, unos minutos después nos descubrimos con la boca abierta ante unas calles en las que todo funciona sin problemas. Somos felices en los museos, en las noches seguras de esas ciudades de verdad, en los deslumbrantes recorridos en el metro. Y unos días después, de pronto, queremos noticias de Colombia. Creemos oír a un colombiano –hablamos del colombiano como hablamos del ser humano: como si no tuviera nada que ver con nosotros- en un Mc Donald's idéntico a los que conocemos. Y entonces, de la nada, nos molesta profundamente que la gente hable mal del país. Sólo uno, el hijo, puede hablar mal de la mamá: es una verdad de dominio público.
En el vuelo de regreso entendemos que sentirse avergonzado del propio pasaporte es tan estúpido como sentirse orgulloso. Descubrimos que aquí también ocurre el mundo. Que este es, en realidad, el universo que entendemos. Que las ciudades extranjeras son sólo otras ciudades ("más es la bulla", dice Fermina Daza cuando llega de Europa en El amor en los tiempos del cólera) y que no tenemos que rendirles cuentas ni pedirles diplomas ni venderles nuestra miseria a las naciones de siempre como si nuestra meta en la vida fuera convertirnos en productos dignos de exportación. Sí, en las filas de inmigración nos damos cuenta de que esta es nuestra vida: sólo este presidente le pedirá resultados al equipo de fútbol, sólo estas vendedoras se reirán cuando les preguntemos si ya se consiguen los papás de la muñeca Shakira.
El blanco más difícil –el único blanco móvil- es uno mismo. Pero debemos aceptar, mientras deshacemos las maletas, que pagaremos esas vacaciones por el resto de la vida. Y que sólo nos vamos para darnos el lujo de volver.