Lo mejor, para ir por la calle, es meterse la billetera en el bolsillo de adelante, llevar la chaqueta llena de monedas, y cambiarse de acera, de una orilla a la otra, cada vez que sea necesario. No, no es fácil viajar por la calle. Requiere años y años de práctica. Hay que saber que la ciudad se encuentra a punto de explotar, oír las escandalosas noticias de la radio y haber sido atracado un par de veces. Conviene conocer, de primera mano, el testimonio de una mujer que estuvo a punto de perder un ojo por culpa del escupitajo que le lanzó un transeúnte enloquecido, el lamento de un hombre de letras que se torció un tobillo en una acera, la aterradora historia de un ciego que pedía ayuda para cruzar un puente y, cuando llegaba al otro lado, le decía "deme todo lo que tenga" a sus benefactores.
Caminar por la calle, hechas estas aclaraciones, puede ser una bonita experiencia. Los perros, llenos de energía digestiva, arrastran a sus dueños por la acera, protegen su territorio invisible y se lanzan, con curiosidad, a nuestras yugulares. Los pajaritos dan saltos de alegría, como notas musicales en el pentagrama atado a los postes de la luz, y nos dan suerte con su amable bombardeo. Las madres, sin los pudores del resto de los mortales, les gritan "nos vamos ya para la casa" a sus hijitos sin padre. Los vigilantes, con el bigote que la empresa les exige, se rascan la cabeza con la punta de sus rifles. Los atracadores, con las manos atrás y la cabeza apoyada en las paredes, sonríen con un palillo entre los dientes.
Los papás siempre lo dicen: no es una buena idea, si aún se le encuentra sentido a la vida o se sigue la trama de alguna serie de televisión, cruzar una vía rápida sin mirar para ambos lados. Lo más sabio, en ese caso, es ir hasta el famoso paso de cebra, en la base del semáforo en rojo, y atravesar la calle junto con esa familia instantánea que formamos con los demás caminantes. Los puentes peatonales, la otra solución en esos casos, son las montañas rusas del hombre que camina. Y, de paso, una prueba para los nervios. No se debe pasar un puente de estos por debajo: sería como cruzar un río turbulento sin saber nadar. Y, si se llega a cometer semejante error, lo mejor es dejar que pase primero otra persona para ver cómo le va. Los expertos recomiendan subir la tortuosa escalera de caracol y avanzar sin mirar abajo, por la plataforma de lata movediza del puente, con la tranquilidad de que se camina sobre una obra antisísmica. Que sea así, antisísmica, significa que, en caso de un terremoto, es el sitio ideal para sentarse.
No hacer contacto visual: ese es el lema. No mirar a otro hombre o a otra mujer salvo si se trata de alguna curiosidad: un personaje de la farándula, un niño cabezón o un pobre accidentado. No, no se debe levantar la mirada. Encontrarse con alguien en esos momentos –e improvisar, de pronto, una conversación que comience "tiempo sin verlo" o "hace cuánto no nos veíamos"- puede producirnos una angustia innecesaria. Paralizarse frente a algún tipo que orina contra un muro, con un ejemplar de El Espacio bajo el brazo, puede ocasionar una tragedia. Mirar fijamente a cualquiera suele dar paso a esa pregunta sin respuesta que inicia las peleas callejeras ("¿se le perdió uno igual?", indagan) y al infeliz descubrimiento de nuestra cobardía.
Caminar por la calle es, pues, una batalla: las suelas de los zapatos son las cicatrices que lo prueban. Pero volvemos a hacerlo, caminamos, porque en el fondo sabemos que, como las batallas de los libros, ésta ha comenzado porque todos –los vigilantes, los ciegos, los mendigos: todos- nos morimos del mismo miedo y soñamos con llegar a nuestra casa.