La originalidad no existe. O, si existe, por lo menos tiene su momento y su lugar. Estas dos máximas, que cualquiera comprendería de inmediato, parecen extremadamente complejas cuando tratamos de explicárselas, con ejemplos y gestos de desagrado, a esas parejas que se casan en paracaídas, aquellas familias que tienen teléfonos en forma de cacahuates y algunos señoras que le ponen saquitos de lana a sus perros motosos. Hay que mirar de reojo, sin contemplaciones ni remordimientos, a aquellos que tratan de deslumbrarnos con su chispa, su desparpajo y su arrolladora personalidad. Ese es el punto.
Por ejemplo: si a usted le gusta una mujer, pero un día la llama y oye un divertido mensaje en su contestador automático, lo mejor que puede hacer, con el dolor del alma, es no volverla a tratar. No, no se puede ser original en el saludo del contestador. ¿Quién dijo que se podía? No es el momento ni el lugar. Hay que decir el número de teléfono, pedirle a quien llama que deje su mensaje, y punto. Nada de canciones, nada de rimas, nada de chistes como el de dejar una grabación que grita "aló, aló, no oigo" para que uno se confunda y se ponga a discutir con una voz inanimada. Nada de decir "soy el contestador de Equis y de Ye: avísenme si saben de algún otro trabajo".
Ahora: si usted va a misa y el cura resulta integrador, reluciente y positivo, si entra y ve que el sacerdote tiene barba y se sabe el nombre de los feligreses y le pregunta a todo el mundo qué entendió del Salmo, sálgase inmediatamente, sin mirar atrás, y vuelva como pueda hasta su casa. Los curas no son chistosos, ni tienen por qué ponerse a hacer amigos. ¿No tienen ya suficientes amistades?, ¿no tienen cosas que hacer?, ¿acaso el mundo respira la palabra de Dios?, ¿acaso todos los niños del planeta saben leer y escribir? Las misas, si son misas de pelo en pecho, deben ser largas y aburridas, y producir ataques de risa. ¿Quién dijo que los buenos curas tenían que decir que "Jesucristo era un bacán"?
Si usted llega a una oficina y descubre que el computador de su amigo tiene una frase célebre o un verso de Pablo Neruda como cobertor de pantalla, comience ya a alejarse de él. Hágalo, eso sí, poco a poco. Él no entendería si usted le dice que no quiere volverlo a ver porque la frase "qué bonito es decir buenos días, buenas tardes, hasta luego" se pasea, en las horas de descanso, por la pantalla de su computador. Pero, en todo caso, hágalo: aléjese ya. Quien es capaz de inventar cobertores de pantalla tiernos, es capaz de cualquier crimen: un timbre que imite la novena sinfonía de Beethoven, un hijo que se llame Yedoská, Jonbonjovi o Yanpier Pérez –son casos de la vida real: lo juro-, un bus que en reversa reproduzca la melodía de La lambada.
Es, pues, el momento de reconocer que solo somos lugares comunes. Que somos tan predecibles que pronto podremos ser clonados. Que somos irrepetibles, sí, pero porque no nos sirve la experiencia de los otros. Un mensaje en el contestador seco y mesurado no debe avergonzarnos. Un cura malgeniado, clasista y reaccionario debe llenarnos de orgullo. Un compañero de trabajo que no salude, odie su trabajo y quiera "tintico" a las nueve de la mañana merece nuestro respeto. No, no debemos menospreciar a los originales. Sin ellos no tendríamos de quién reírnos en la oficina.
Que ellos se acerquen mucho más que nosotros a la felicidad no debe detenernos. Que se mueran de la risa, se sientan orgullosos de sí mismos y tengan más amigos que nosotros no debe hacernos dudar de la elegancia de nuestra discreción. Que se crean originales: ese es el punto. Y que nosotros, tan firmes, tan dignos, tan solitarios, sigamos convencidos de que son ellos quienes viven engañados.