Los vírgenes no son, como se ha creído, parecidos a los boy scout. No llevan pantalones cortos y pañoletas anudadas. No están llenos de energía ni sonríen, por ahí, como si la vida fuera un programa de televisión para niños. Sí, asan masmelos, les ayudan a los papás a cargar las bolsas del mercado y saben muchísimo de fútbol, pero no son almas buenas, nobles y caritativas. Son vírgenes: nada más ni nada menos. Solían pasar desapercibidos, en estos últimos años, hasta que decidieron firmar declaraciones conjuntas, organizar marchas a favor de la abstinencia y censurar la promiscuidad de sus semejantes. No, no han podido ponerse de moda. Se parecen a los boy scout en eso.
La virginidad siempre ha sido un problema. Si es verdad que en los colegios de hombres es un secreto inconfesable, también lo es que en los de mujeres dan premios y suben calificaciones por conservarla. El mundo siempre ha dudado de la virilidad de los varones vírgenes y ha fundado sociedades y religiones alrededor de la castidad de las jóvenes de bien –porque el mundo, dicen las que saben, siempre ha sido patriarcal, misógino y cochino-, y aunque es verdad que estos estereotipos se han ido desvaneciendo en las ciudades más sofisticadas del planeta, también lo es que dentro de algunas culturas, más o menos sordas, siguen siendo figuras indispensables.
En ciertos pueblos africanos, aún hoy, el papá revisa exhaustivamente la virginidad de su hija y puede condenarla a muerte si descubre lo contrario: la cama de la noche de bodas se cubre con un lienzo blanco que la mañana siguiente se muestra, con pelos y señales, por todo el poblado. Si la novia tiene algo de experiencia, si es una esposa de segunda mano, el marido puede pedirle que le devuelva todos los regalos que le hizo y tomarla, para siempre, como concubina. No, no es el peor de los casos: en varias tribus africanas extirpan el clítoris y sueldan los labios mayores de los genitales de las niñas para que el marido, en el primer encuentro sexual, proceda a abrirse paso con un cuchillo.
Sí, es horrible. Y no se detiene. La ONU calcula que cada año son asesinadas cinco mil mujeres por cuestiones de honor. Y el gobierno de George W. Bush, lleno de extras asesinados y costosos efectos especiales, ha emprendido una aterradora cruzada a favor de "la segunda virginidad", una novedosa teoría que educa en la abstinencia a aquellos norteamericanos que "sucumbieron, alguna vez, a los impulsos pecaminosos" y que se han alejado del camino del bien por meterse en la trocha que va a dar hasta el sida. El propio presidente Bush, que suelda y extirpa, ha confesado que se siente algo así como un "virgen honorario". Por él, dicen, marcharía.
Y las preguntas son: ¿puede un gobierno opinar sobre la vida privada de las personas?, ¿a quién le importa lo que hagan los demás cuando corren las cortinas?, ¿sigue siendo el sexo una amenaza?, ¿es posible ser varonil y virgen al mismo tiempo? Se puede decir, sin temores, que pertenecer, estar convencido, marchar por cualquier causa, sigue siendo inútil y peligroso. Que la castidad no es una virtud. Que censurar y prohibir es el oficio de los tontos. Y que el Dios de los vírgenes, que se sonroja ante la palabra "condón" y mira de reojo a las mujeres sin pánicos escénicos sexuales, es un Dios de pilas, de mentiras, de tercera.
Se sabe, también, que no se debe humillar a quienes deciden conservar o recuperar su virginidad. Porque, pobres, ya tienen suficiente tensión que soportar. Y el día de mañana, cuando nos vayamos al Infierno, ellos serán los únicos que cargarán las bolsas y sabrán los resultados del fútbol del domingo. No cambiarán el mundo, no. Pero encenderán nuestras fogatas.