Los líderes del mundo, de acuerdo con mis investigaciones, aprendieron todo lo que saben cuando no iban al colegio. Se quedaban todo el día en los sótanos de sus casas y jugaban, a escondidas, los más célebres juegos de mesa. Entendían las leyes del mundo, los chantajes de la oferta y la demanda, frente a los tableros de Monopolio. Disfrutaban de la crueldad del poder, de las ambiciones y de las victorias, en las sangrientas campañas de Risk. Confundían la cultura con los datos curiosos, el conocimiento con los dados, ante las fichitas de Sabelotodo. Perdían la noción de individuo, olvidaban la existencia de pequeñas vidas privadas, porque le huían al aburrido Juego de la vida.
Quizás el cine también les haya servido para algo. Quizás hayan aprendido, de la primera fiesta de El padrino, que hacer política es comerciar con favores y que el capitalismo engendra mafias más o menos legales. Tal vez hayan descubierto, en los efectos especiales de La guerra de las galaxias, que puede hacerse estallar un planeta que no esté de acuerdo con nuestras ideas, que para comenzar una guerra sólo hace falta inventarse un enemigo y que, para evitar las rebeliones, lo mejor es fingir que no se vive en una oscura dictadura. Es probable que hayan recordado, gracias a la historia de Ben Hur, que el mundo siempre ha estado sometido por superpotencias y que las culturas de los pueblos débiles siempre han quedado sepultadas bajo las costumbres y las éticas de los Imperios. Por eso no se conmueven. Porque saben que así son las cosas.
Sí, los líderes del mundo son seres prácticos. Fingen ideologías para inventar rentables guerras mundiales con los mismos criterios con que trabajan los productores de Hollywood: piensan en los muertos como extras, en los bombardeos como costosos efectos especiales, en la espectacularidad como anzuelo para los espectadores. Saben, a la perfección, que al público sólo le interesa una batalla cuando el bien y el mal son los contendores. Y se piden, como niños de primaria en el recreo, el agradecido papel de los buenos. Deberíamos sentirnos felices: todo lo hacen por la felicidad de nuestros hijos. Que leerán, en los libros de historia, los años y las estadísticas de los derramamientos de sangre.
Los líderes del mundo son hombres sinceros. Se reúnen en Nueva York y cierran pactos a favor de la humanidad. Han acordado, si mis investigaciones no fallan, que lo mejor para superar el desempleo en el mundo es que se legalice el uso de esclavos en las grandes multinacionales, se estimule el crimen en sus más ingeniosas modalidades y se le impida trabajar a los menores de ocho años y a las mujeres mayores de cuarenta porque su competencia desleal, dicen, resquebraja la salud ficticia de la economía. Si no legalizan el negocio de la droga, han confesado, no es porque velen por la salud de los jóvenes del planeta, sino porque no quieren que las cifras del juego se descuadren.
Los líderes del mundo ven desde lo alto. Están en los mejores palcos, en las barreras sombreadas de los ruedos, en los montes de las batallas. Y desde ahí, desde las últimas ventanas de la pirámide, todo parece más fácil. Ser padrino y emperador es lanzar un dado, mover una ficha o responder una pregunta. Gobernar es encoger los hombros, despejar variables en las ecuaciones que proponen los Imperios y venderlo todo cuando nadie esté mirando. Sí, eso es. Los líderes del mundo saben muy bien lo que hacen. Dejemos nuestras vidas en sus manos. Que mientras ellos lleven a cabo sus cumbres y den sus declaraciones de última hora, nosotros, que aún disfrutamos los juegos de mesa y guardamos sus tableros en armarios, dediquemos nuestras vidas a la vida.