El voto es secreto, tiene que serlo. No sólo porque haya que abrirle paso a la democracia y se deba poner en escena su libreto irrealizable, sino, sobre todo, porque uno siempre vota mal. Si el voto no fuera secreto, la vergüenza sería insoportable. Todos sabrían que tenemos la culpa. Jamás votamos bien. Y no tanto por no conocer los programas de gobierno de los candidatos, que sólo son folletos de papel periódico, o porque las elecciones siempre sean un domingo y ese día se sufra de cierto analfabetismo, sino, sobre todo, porque es imposible votar bien.
¿Por qué? Porque, por definición, los hombres a elegir son, desde los tiempos de Platón, en Grecia, los más mediocres y menos confiables de la sociedad. Los que quieren ser elegidos. Los que aspiran a tener guardaespaldas. Si en verdad trabajaran, si pasaran los días estudiando y estableciendo complejas relaciones humanas, ¿tendrían tiempo para campañas y entrevistas? Si se centraran en los problemas de fondo de la comunidad que pretenden legislar y gobernar, ¿no se les iría el tiempo trabajando? Sí, así es: todo aquel que se lanza a algún cargo de esos tiene, en el fondo, un interesante problema mental. Una enfermedad que, tarde o temprano, estallará encima de nosotros.
Esta mañana lo he descubierto: cada vez me afectan menos los políticos, cada vez pienso menos en su mundo, jamás he contado con ninguno. ¿Deudas?, ¿miedos?, ¿enfermedades? Busco a mis amigos y a mi familia. O llamo a tele ventas. Nunca he acudido a ningún político –para mí es como consultar a Mauricio Puerta: simplemente, no les creo-, y ahora que he llegado a no sufrir por las tonterías que dicen, no voy a apreciar vallas ni a tararear jingles. He llegado muy lejos, lo sé. No voy a echarme para atrás. De los políticos, sólo espero que no me estorben. Que me dejen tener mis problemas en paz. Sano y salvo.
Eso siento esta mañana. Que he logrado abstraer al Senado y a la Cámara, que he llegado a pensar en sus larguísimas sesiones como en funciones de una exitosa obra de teatro que se ha presentado, sin interrupciones, desde comienzos del siglo pasado, y que no, no voy a volver atrás. Sé que los tipos están gordos y calvos y que leen el periódico y discuten mucho y todo el tiempo deciden lo que es mejor para el país. Sé que algunos son honestos, audaces y consistentes, y que los demás son los senadores y los representantes. Pero sé, sobre todo, que no tienen nada que ver conmigo.
No, no soy apático. El día de las elecciones me levanto temprano y todo, saludo a la gente del barrio, y voto por el negrito de bigote porque tiene un sombrerito chistoso, o por el famoso director de cine para que deje de hacer esas películas al menos por un tiempo, o porque me niego a que salgan elegidos los mismos tipos de siempre, pero en realidad lo hago, voto, porque, aunque sé que ningún candidato arreglará mi vida, la ficción está tan bien montada que al final mi decisión sí parece importante, esencial, determinante, y empiezo a sufrir porque no nos merecemos los líderes que estamos a punto de elegir.
Sí, yo voto. Y el voto es secreto, sí, pero el mío, lo confieso, siempre es un voto en contra. Entro en el cubículo, tacho la cara de mi candidato y vuelvo, derrotado, a mi apartamento. Cuando era chiquito, y acompañaba a mis papás a votar, por lo menos volvía a la casa, como E.T., con un dedo pintado de rojo. Se sabía, por lo menos, que algo me apasionaba del proceso. Que algo me había quedado de todo el carnaval. Ahora, hoy, esta mañana, sólo me apasionan la mediocridad, el cinismo, la inconsistencia de los que quieren gobernar y entiendo que mi contribución es saludar a la gente de mi barrio y volver temprano a mi casa. Sano y salvo.