La televisión es una fábrica de monstruos. Sí, al principio todos parecen caballeros andantes y princesas en apuros, pero tarde o temprano se convierten en patéticas caricaturas de sí mismos. El proceso está muy claro: nos educan para la deprimente meta de ser alguien, sospechamos que sólo lo consiguen quienes salen en los medios de comunicación, descubrimos que la televisión es el libro que leemos todos y nos entregamos, en cuerpo y alma, a las promesas, las cifras y los espejismos de la fama. No importa si se es cantante, actor o concursante: todo aquel que entre en el juego será transformado en sapo cuando la horrible bruja del rating lo considere necesario.
Es la lógica de cualquier cadena alimenticia: las estrellas del pop, los enanos que hacen reír a los niños y los protagonistas de aquellos programas que se suponen reales, imponen peinados, pronuncian frases para discutir en la oficina y firman autógrafos en las filas de los supermercados hasta cuando renegar de la estrellitas resulta comercial, ser enano parece de mal gusto y el espectáculo de la supervivencia en una isla es sustituido por la triste pelea para hacer parte de una telenovela. Los seres de la televisión tienen la vida útil de un insecto. Y sus últimas palabras en las pantallas, antes de ser arrojados a la basura como un vasito de hicopor, son en verdad gemidos de monstruo.
De monstruo joven, claro, porque la vejez no es una posibilidad en sus vidas. ¿Quién quiere ver la versión anciana de los Backstreet Boys?, ¿quién acompañará a Britney Spears en los calores de la menopausia?, ¿no se suicidó Hervé Villechaize, el inolvidable enano Tatú de La isla de la fantasía, porque las modelos que conquistaba le dieron la espalda a su vejez y dejaron de aplaudir sus adicciones ante la sombrita ridícula de su fama?, ¿no nos reímos de la señora que confesó en el show de Cristina que fue violada por un extraterrestre parecido a un amigo de su esposo?, ¿no nos sirven las cámaras que espían la cotidianidad de Ozzy Osbourne para alimentarnos de su decadencia?
Los lectores de mal genio preguntarán ¿quién es este tipo, sentado sobre humillantes objetos en la última página de SoHo, para criticar los artificios de la televisión y tildar de monstruos a seres humanos con lentes de contacto? Y mi respuesta me confiere, creo, la autoridad necesaria: yo no soy nadie: un reality show basado en mi vida se reduciría a verme leer y escribir en mi computador; mi nombre, Ricardo Silva, no sólo fue el del papá de aquel poeta bogotano que escribió "¡Oh, las sombras que se juntan y se buscan en las noches de tristezas y de lágrimas!" sino que ha comenzado a aparecer en los comerciales de tarjetas de crédito y pertenece a 19 personas en el directorio telefónico y a 1037 en las páginas de Internet; mis conocidos me acusaron de ser idéntico a mi papá hasta que, ante mi parecido con un novelista mexicano, el periódico El Tiempo descubrió que somos una nueva raza, miope y medio calva, que ha ido tomándose las calles del mundo.
Sí, eso es. Soy solo esto. No es que no quiera firmarle autógrafos a muchachitas histéricas y que rechace la posibilidad de amanecer convertido en Tom Cruise. Es que, a fuerza de ser como todos, he quedado reducido al papel de observador. Y sé que quien explora el camino de la televisión hace el ridículo enfrente de todos, tarde o temprano entra al desfile de los monstruos y, como un Frankenstein creado a imagen y semejanza de las leyes del mercado, persigue por tierra, mar y aire a los desalmados que lo hicieron. Por eso me lavo las manos. Por eso les digo "no entren, salgan de ahí, no sean alguien". Porque yo, por lo menos, me niego a servirle a otro suicidio.