Es una mancha. Se ríe de los grandes momentos de gloria, menosprecia los triunfos ajenos y no se siente orgulloso de haber nacido en su tierra. Es como aquella mamá que dice "se los dije" sobre la leche derramada. Era ese niño que se negaba a cantar en frente de las visitas, ese adolescente al que le tenía sin cuidado que el equipo de fútbol de su colegio fuera goleado de local, ese universitario que no soportaba las sensibleras películas italianas y apoyaba las protestas de los sindicatos siempre y cuando se llevaran a cabo por las aceras. Sí, es el aguafiestas. El ser humano que deplora el positivismo, desprecia las páginas sociales y no soporta las novenas de aguinaldos.
Es capaz de las frases más descarnadas. Puede sacrificar amistades por hacer un buen chiste. No toca madera para salvarse de los fulminantes castigos que vienen con los comentarios crueles. Cuando se muere un futbolista, propone que lo disequen para usarlo en las barreras. Cuando ve al Papa en la televisión, dice, sin el menor asomo de culpa, "parece que Al Qaeda prepara una zancadilla para acabar con su vida". Cuando se encuentra con una monjita, gordita y rozagante, hace conjeturas sobre qué esconderá debajo de los hábitos y nos hace caer en cuenta de que podría tratarse de un hombre. Niños cabezones, señoras mongoloides, tragafuegos de semáforos: todos le inspiran una frase contundente.
Si es colombiano, le pone gafas oscuras al Gabriel García Márquez de cartón que han puesto en las librerías del país y se niega a decirle "el Gabo", pregunta "¿ya se le dañó el carro a este tipo?" durante las carreras de Juan Pablo Montoya, cree que Juanes es un grupo de rock conformado por homónimos, se atreve a hablar del vestido forrado y fucsia que un Carlos Vives pasado de kilos usó en los pasados premios Grammy, imagina al mal afeitado Andrés Cabas escribiendo la compleja letra de Mi bombón (imagina que preguntaba "¿con qué rima son son?"), desprecia el nuevo tono de voz de Shakira, sabio, argentino y condescendiente, y le repugna que siempre que hable ante las cámaras del mundo se sienta con la responsabilidad de decir, en tercera persona, algo importante. Ve, en el rabillo de los ojos de la cantante, un brillo sospechoso. Es, en verdad, el único que le pone atención a ese rabillo.
Yo lo admiro, claro, pero no quisiera ser como él. Yo detesto muchas pequeñas cosas –los relojes que titilan cuando se ha ido la luz, las mezquindades intermitentes de todos nosotros, las frases envidiosas que se nos escapan-, pero a nadie odio en concreto. Sé que nuestras instituciones, nuestros orgullos y nuestros ídolos son profundamente ridículos, pero entiendo que nos aferramos a ellos, como país, como mundo, porque no tenemos tiempo para ponerlos en discusión. Si alguien propusiera montar un parque de diversiones sólo con gordos y gordas de Botero (montañas rusas gordas, vigilantes obesos, vendedores de boletas atrapados en sus cabinas), yo creo que lo apoyaría.
Porque no es el momento de criticar. Y porque estoy seguro de que cuando tengamos menos hambre, menos frío, menos miedo, y nuestro roce social no se limite al horror de los semáforos y al diálogo entre secuestrador y secuestrado, pondremos a todos los farsantes en su sitio. Mientras tanto, cuidemos a nuestro aguafiestas. Entrengamos su angustia sin fundamentos, preservemos su ocio de clase alta y garanticemos su sarcasmo de persona insegura. Sí, quizás no tenga autoridad alguna y sus móviles sean despreciables –la ira, la envidia, la arrogancia-, pero en el fondo, creo, tiene algo de razón. Al menos no pronuncia las palabras "crecer", "volar" y "aprender" con mirada al infinito. Y no controla la risa ante un enano con acento.