Hace unos cinco minutos, justo cuando iba a empezar a escribir una columna sobre los viejos (no era nada raro, no, sólo quería decir que preferiría que les devolviéramos el mundo), me he dado cuenta de que he debido hacer, unas treinta revistas atrás, un catálogo completo de lugares comunes. No tanto para hacer evidente el sentido de esta última página –que busca de mes en mes, más o menos en serio, los puntos que nos unen- como para dejar por escrito que no quiero volverme a encontrar en la vida ciertas escenas, frases y comportamientos que ya han sido repetidos hasta el cansancio. Quiero aclarar una cosa antes de comenzar: algunos clichés, puestos en el sitio adecuado, pueden funcionar mucho mejor que miles de expresiones elaboradas. No es despreciar lo repetitivo, pues, lo que pretendo con los párrafos que siguen: sólo quiero que no nos dejemos presentar hoy, como nuevas, cosas que fueron inventadas antes de que naciéramos.
Quiero que pongamos los ojos en blanco cuando veamos estas escenas en el cine: una cámara que da vueltas alrededor de un beso, un herido de guerra que alcanza a lanzar su declaración de principios mientras muere en brazos de su amigo, un cajero de banco que confiesa "este es mi primer día" justo cuando un encapuchado le grita "esto es un robo", un villano que salta sorpresivamente sobre un héroe aunque haya sido asesinado varias veces, un apartamento en París con la torre Eiffel en la ventana, un anciano oriental lleno de consejos que sirven también de frases célebres, una reconciliación en público que termina con un emocionado aplauso de los extras, un detective que debe resolver un último caso antes del retiro, un carro que no quiere arrancarle a un pobre tipo que se escapa, un viaje al aeropuerto lleno de obstáculos que se resuelve con un lloroso "¿qué haces acá?" en las puertas de alguna sala de abordaje.
La literatura está plagada de oraciones gastadas (Snoopy se burla de una: "era una noche oscura") que tarde o temprano terminan en alguna balada romántica ("no tengo palabras para decir lo que siento por ti", "tus ojos son la luz que ilumina mi camino", "decir adiós no es nada fácil") o en situaciones, conversaciones, comportamientos de todos los días. Me gustaría que no dejáramos pasar como si nada, nunca más, cuestiones de este calibre: optimistas que descubren que hoy es el primer día del resto de nuestras vidas, amigos que recuerdan que siempre hay una luz al final del túnel, pusilánimes que insisten en que lo único que importa es lo de adentro, entusiastas que aseguran que es mejor perder un amor que no haber amado nunca, mentirosos que llegan a la conclusión de que se debe comenzar cada día con una sonrisa.
Todo parece indicar que en política, más que lugares, se dan lamentables mentiras comunes: "la culpa es del gobierno anterior", "impondremos la meritocracia" y "no es una cortina de humo" son los primeros tres ejemplos que me vienen a la cabeza. Y me recuerdan, a unas líneas del final, lo que iba a decir sobre los viejos: que son ellos, los viejos, quienes pronuncian los refranes (los clichés útiles) que nos prueban que no somos los primeros en vivir lo que estamos viviendo. Que son ellos los únicos que pueden salvarnos, al final, de caer en sus propios lugares comunes. ¿Películas mediocres?, ¿canciones baratas?, ¿depresiones interminables?, ¿políticos que dividen para reinar?, ¿cuentos que acaban con la frase "todo era un sueño"? Los viejos los inventaron. Los viejos los conocen de memoria. Son ellos quienes deben ayudarnos a nosotros a cruzar la calle. Ellos deben ser nuestras celebridades. Así que, si fuera posible, preferiría que el mundo temblara entre sus manos: quería decir eso, nada más, antes de hacer este inventario.