La sombra del vampiro

Calificación: ***1/2. Título original: Shadow of the Vampire. Año de producción: 2000. Dirección: E. Elias Mehrige. Guión: Steven Katz. Productores: Jeff Levine, Nicolas Cage. Actores: John Malkovich, Willem Dafoe, Udo Kier, Cary Elwes, Catherine McCormack, Eddie Izzard.

Es 1922 y F.W. Murnau, el maestro del expresionismo alemán, ha decidido filmar la escalofriante historia de un monstruo de la noche, el Conde Orlock, que, como cualquier vampiro normal, hecho y derecho, no soporta la luz del día, se alimenta de sangre humana y padece la nostalgia del mundo y el dolor del amor imposible. La película partirá de Drácula, la novela de Bram Stoker, y se llamará Nosferatu. En unos años se convertirá en un clásico del cine de horror, fascinará a varias generaciones de cinéfilos por su patetismo, su realismo y su romanticismo e inspirará, a finales del siglo veinte, en tiempos del sida, relatos dirigidos por cineastas del talento de Werner Herzog, Francis Ford Coppola y Neil Jordan. Será una obra maestra. Pero por ahora lo que importa, de acuerdo con las ficciones de La sombra del vampiro, la segunda película de E. Elias Mehrige, es que Murnau quiere que sea una película realista. Casi un documental.

Por eso ha contratado, para interpretar al Conde, a un vampiro de verdad. Se llama Max Schreck y tiene garras y orejas de murciélago y dientes de ratón. No es un seductor. No puede serlo. Es un marginado, un maltratado, un error de la naturaleza. Y si ha aceptado actuar en Nosferatu es sólo porque el director le ha prometido, a espaldas de todo el mundo, que, si no muerde a ningún miembro del equipo de producción, al final, cuando se filme la última escena, podrá disponer del deslumbrante cuello de la actriz principal. Nada de eso pasó en la realidad, ni más faltaba. Pero la idea es tan buena, tan sugestiva, que tal vez debería haber ocurrido.

Lo mejor de todo es que el Murnau de La sombra del vampiro, tan obsesivo como el James Whale de Frankenstein o el Tod Browning de Drácula y de Freaks, no les ha dicho a los productores, los técnicos y los actores de su película que Max Schreck es un monstruo. Los ha convencido, en cambio, de que es un actor de método entrenado por el propio Stanislavsky. Es decir, un intérprete que no finge sino que es, que no simula sino que se convierte, totalmente, en otra persona: uno que, en vez de actuar, vive. Esa premisa, claro, es una broma a esos actores que se enloquecen por un papel, al Robert de Niro que se engordó para hacer de Jake La Motta y estuvo a punto de operarse la nariz para hacer de Al Capone, pero también es una poderosa reflexión sobre la integridad artística y la intervención de la invención en la realidad.

La sombra del vampiro es una película encantadora. Divierte, asusta, entristece. Por no llevar al extremo sus juegos con la ficción, pierde un poco de fuerza durante su última media hora, pero la inigualable actuación de Willem Dafoe –su vampiro de cine mudo es uno de los grandes de la historia- y un amor ilimitado por la obra de F.W. Murnau, le dan toda la vida que las buenas películas necesitan para sobrevir.