El duelo a muerte de C.S. Lewis

Un hombre en duelo
El camino a la muerte de C. S. Lewis


Quizás lo mejor sea empezar por la segunda pérdida, en Belfast, Irlanda del Norte, el domingo 23 de agosto de 1908. En ese momento el escritor C. S. Lewis, Clive Staples Lewis, futuro autor de Cartas del diablo a su sobrino, Una pena en observación y Las crónicas de Narnia, era un niño serio de nueve años, con ciertos problemas respiratorios, que odiaba sus dos nombres de pila, se hacía llamar igual que un perro al que vio morir, Jacksie, pues se negaba a vivir una vida sin recordarlo, y desde la mañana hasta la noche exploraba con su hermano mayor, Warren, los tejados, los áticos silenciosos, los pasadizos secretos y el gigantesco jardín de la casa en donde vivían. No se daba cuenta de que su país estaba a punto de extraviarse en una guerra civil. No esperaba que su infancia terminara tan pronto, ese domingo, día del cumpleaños de su padre, cuando su madre falleció tras varias semanas de batalla inútil contra el cáncer.

C. S. Lewis había nacido el martes 29 de noviembre de 1898 en una casa en Dundela Avenue, Belfast, bajo la mirada de una familia de tres personas que estaban ahí para no perderlo de vista, para decirle, mientras crecía, que no tuviera miedo, que no le temiera a pasar frente al inmenso guardarropas de la sala ni se quedara paralizado cuando se encontrara cara a cara con una araña o un insecto de esos que más tarde se le aparecían en los sueños. Desde que tenía uso de razón había vivido una vida segura, siempre a salvo del mundo, en aquella casa en las afueras (los cuatro Lewis la llamaban “Little Lea”) construida por su padre hacia 1905. Su plan favorito, en aquel lugar invadido de libros, era leer historias de animales. Creía, sin embargo, que La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift y El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett eran las tres mejores historias que había leído en su vida.

Sus días, pues, se repetían felizmente como si ser adulto no estuviera en sus planes. Y entonces su madre, Flora Augusta Hamilton Lewis, murió sin darles tiempo para entender qué estaba pasando.  

Antes de que terminara el mes de septiembre de ese mismo año, 1908, su padre, el destrozado Albert James Lewis, tomó la decisión de enviarlos, a él y a su hermano Warren, a un estricto internado inglés dirigido por un rector sombrío. El colegio cerró dos años después.  Y los dos hermanos Lewis pudieron regresar, pudieron estar en su propia casa durante unos diez meses, antes de enfrentarse al infierno de la adolescencia. El C. S. Lewis que desde 1911 hasta 1913 estudió en el Cherbourg School, en Malvern, Inglaterra, era un lector juicioso de los poemas homéricos, un pésimo estudiante de matemáticas, un cazador de obras de arte que engrandecieran la melancolía que no lo dejaba en paz desde la muerte de su madre. Dominaba el francés, el alemán, el italiano. Reconocía en la naturaleza la tristeza sublime que le fascinaba de la mitología nórdica. Oía como una revelación la música de Richard Wagner. Le decían “Jack” a fuerza de haberle dicho “Jacksie” durante tanto tiempo. Y estaba completamente seguro de que Dios no existía.

Las palabras del cristianismo, en el que sus padres protestantes lo educaron, le habían sido útiles en las peores noches del duelo. La lectura de La Biblia lo había salvado del dolor penetrante que había llegado a sentir en la soledad del internado. Pero ahora, en 1914, al tiempo que abandonaba los colegios para ser instruido por un tutor llamado William Kirkpatrick, estaba convencido de que la religión era “un sinsentido en el que la humanidad vive perdida”. El señor Kirkpatrick era, no cabe duda, el ateo que necesitaba en esos momentos. Corrigió sus primeros poemas. Le enseñó a llegar a sus propias conclusiones. Lo animó a ser cínico ante una naturaleza que podía dejarnos huérfanos de un día para otro.

Le permitió decir que lo único que nunca perderíamos –lo único en lo que valía la pena creer- era la imaginación.  

C. S. Lewis apareció en la primera guerra mundial, en el norte de Francia, el martes 25 de septiembre de 1917. Dos meses después, el día de su cumpleaños número diecinueve, hizo parte de las líneas del frente en las confrontaciones del valle del Somme. Ahí, frente a las ruinas, los cadáveres y las humillaciones, vio morir algunos de los gestos que lo hacían ser la persona que era: vio morir la entereza que lo llevó a entregarse a un ejército, el Inglés, en el que no se sentía del todo cómodo; el idealismo con el que se entrenó hasta ser llamado “oficial” del tercer batallón de infantería; el orgullo de pertenecer a una causa superior a la propia existencia. Fue herido en la batalla de Arras, el lunes 15 de abril de 1918, tras sobrevivir a una serie de explosiones en el monte Berenchon. Y perdió en combate a su gran amigo de la tropa, Paddy Moore, cuando el armisticio comenzaba asomarse: tuvo que enterrarlo en un campo refundido en el sur de Peronne.

En enero de 1919 regresó a Oxford, al legendario University College (una institución que desde la edad media, desde el año 1249 para ser precisos, ha recibido a algunos de los mejores alumnos del planeta), dispuesto a continuar los estudios que había empezado hacía un par de semestres. Ni siquiera la guerra había conseguido someter sus vocaciones: la publicación en la revista Reveille de su poema Muerte en la batalla (“pero, aunque hace un momento / luché a ciegas entre hombres que maldecían en el combate, / la tarea pasó como pasa una pensamiento pasajero”) era una prueba, la primera, de que esta vez sería la escritura la estrategia de la que se valdría para soportar la pérdida; su empeño en mantener a la señora Janie King Moore, madre de Paddy, su fallecido hermano en armas, le demostró a quienes lo conocían que estaban ante un hombre que siempre cumplías sus promesas; sus extraordinarias calificaciones en Filosofía, Historia Antigua, Literatura griega, latina e inglesa, obtenidas en los cinco años siguientes, presagiaban una brillante carrera en los salones de clase.

Tenía 21 años cuando publicó un primer poemario, Espíritus esclavos, que reunía textos (odas a la naturaleza, sarcasmos sobre la torpe vida en el mundo) redactados en los estudios de William Kirkpatrick, los salones de Oxford y las trincheras de los franceses. Queda claro, cuando uno lee ese volumen firmado con el seudónimo “Clive Hamilton”, que en aquel entonces su gran preocupación seguía siendo el desaliento, la crueldad de un Dios al que ni siquiera le interesaba demostrar su existencia. Si en una carta a su amigo de siempre, Arthur Greeves, se atrevía a confesar que su libro giraba alrededor de la idea de que “la naturaleza es diabólica y Dios, si acaso existe, no cumple las reglas del cosmos”, en el libro mismo podían encontrarse versos como “levanté mi voz a Dios pensando que podía oírme” o “dejo la ciudad escarlata de un Señor que no conoce la piedad, / que se ríe de la pobre gente que reza alrededor de su trono”.

Tenía 23 años cuando arrendó, en Oxford, en Headington Quarry, una casa lo suficientemente grande para que pudieran vivir con él la madre y la hermana del difunto Paddy Moore. La verdad era que los dos amigos, antes de pasar al frente en la última batalla, habían prometido cuidar de la familia del otro en caso de que no sobreviviera.  Y que el estudiante C. S. Lewis estaba preparado (así fue, así lo hizo) para llevar a cuestas a las Moore hasta que la muerte o el matrimonio los separara de repente. Su hermano, Warren, definió la situación como “una extraña esclavitud impuesta por el propio esclavo”. Su agente literario, Walter Hooper, entendió siempre que algunos imaginaran que (en medio de la locura del duelo) Lewis se convirtió en el fiel amante de la madre del amigo que perdió. Sus seguidores solían creer, a pesar de la ausencia de pruebas, que ese insólito romance fue el secreto, el trauma que le impidió enamorarse durante las tres décadas siguientes. 

Sea como fuere, tenía 27 años cuando fue elegido profesor asociado de inglés del Magdalen College. Acababa de graduarse con honores en todas las disciplinas que había estudiado. Se sentía feliz porque ahora sí podría mantener a sus dos familias. No se le pasaba por la cabeza que él, precisamente él, un escritor en ciernes al que le bastaba arquear las cejas para castigar la estupidez ajena, que lanzaba comentarios cortantes cuando se sentía invadido por los otros y se trasformaba poco a poco en un bondadoso guardián de la verdad que no se sentía cómodo dentro de sí mismo, fuera capaz de pasar 29 años más, día por día por día, en aquellos viejos salones. Sin embargo, así ocurrió. Podría decirse, de hecho, que se dio cuenta de que esa (quedarse quieto, recluirse en la lectura) era la manera más efectiva de volverse una persona.

 

En una carta a su padre, refiriéndose a los poemas ateos que escribió en la adolescencia, el eminente profesor C. S. Lewis quiso dejar en claro que su intención jamás había sido la de pelear con el único Dios a la mano, el creador aquel que estaba en todas partes, sino con el Dios falso que le daba palmadas en la espalda a ciertos hombres de este mundo: “sabes bien que el Dios que blasfemo no es el Dios que los dos adoramos”, escribió. Enviar ese mensaje fue una buena idea, por supuesto, porque el señor Albert Lewis murió en paz el martes 24 de septiembre de 1929. Y él, que a fuerza de preguntas, discusiones y observaciones volvía a ser el cristiano que era, pudo seguir viviendo con la sensación de que al menos había sido un buen hijo.

Unos cuatro meses antes de morir, su padre alcanzó a enterarse de la gran noticia: a los 31 años, trasformado en el maestro que seguiría siendo, cansado de sus debates internos sobre la soledad en el universo, acomodado en una rutina familiar que le producía la seguridad que había perdido a los nueve años (vivió con las Moore, en una confortable casa llamada The Kilns, hasta que la madre de su amigo tuvo que ser recluida en un ancianato), el respetadísimo C. S. Lewis, conocido mejor por sus amigos como Jack Lewis, se había rendido ante la presencia de Dios: dentro de un autobús de dos pisos, en el leve calor del comienzo del verano, reconoció que Dios era Dios, se quedó sin palabras, se fue a paso rápido a su habitación de la universidad, y, en el silencio de aquel lugar, se puso de rodillas y rezó.

En diciembre se dedicó a leer a Dante. Y no sólo sintió que “un mundo nuevo se abría desde ese momento”, sino que se dio cuenta (son sus propias palabras) de que sólo podía sentirse prosperidad después de haber escalado la montaña del dolor.

Dos años después, tras una larga caminata junto a dos grandes amigos (entre ellos el escritor J. R. R. Tolkien, su confidente, que pronto emprendería la redacción de la trilogía de El señor de los anillos), se convenció de que Jesucristo en efecto era el hijo de Dios: ahora sí, por fin, las dudas habían terminado.

Quedaba escribir toda una obra. Publicar un primer gran libro alegórico, El retroceso del peregrino, en el que relataba su viaje hacia Cristo sin caer en la propaganda, sin imponer, sin olvidar que a fin de cuentas la iglesia a la que se entrara (anglicana, católica: digan cualquiera) era lo de menos. Quedaba convertirse en un novelista capaz de escribir aventuras de ciencia ficción, autobiografías disfrazadas, ensayos fundamentales sobre las tradiciones medievales. Volverse una figura en el mundo académico. Formar, junto con su hermano Warren, junto con Tolkien, Hugo Dyson, Charles Williams, Robert Havard, Owen Barfield y Neville Coghill, un curioso círculo de amigos literatos, autodenominados The Inklings, que desde 1933 hasta 1949 se reunirían en su habitación cada tarde de cada jueves. Todo parece indicar que la idea era morirse de la risa.

La vida de Lewis fue una suma de títulos hasta septiembre de 1952. Publicó un par de estudios literarios que pronto fueron considerados clásicos (La alegoría del amor, en 1936, recibió varios premios prestigiosos), redactó uno de los más importantes trabajos críticos sobre El paraíso perdido de John Milton (un prefacio que es, al tiempo, una declaración de principios: “el arte puede enseñar sin dejar de ser arte”, se atreve a decir), inventó en 1938 una trilogía de aventuras en el espacio que Arthur C Clark llamó “uno de los pocos trabajos de ficción espacial que puede ser clasificado como literatura”, se hizo célebre entre el gran público gracias a una serie de cartas paródicas publicadas durante 31 sábados de 1941 en el diario The Guardian bajo el título de Cartas del diablo a su sobrino, pareció más una marca que una persona, más una celebridad mediática que un académico tímido cuando empezó, en medio de la segunda guerra mundial, a dar pequeñas conferencias radiales en la BBC.   

A pesar de los consejos de sus amigos (Tolkien estaba seguro de que, si lo hacía, la gente dejaría de verlo como una autoridad), en 1950 publicó la primera de las siete novelas infantiles que conformarían las célebres Crónicas de Narnia. Se llamaba El león, la bruja y el guardarropa. No era un relato extenso, no, pero no trataba a sus lectores como si aún no fueran personas. Sus protagonistas eran cuatro niños que recordaban a los hijos de esas familias que se iban a vivir en casas de las afueras de Londres por culpa de la guerra. Y su historia sucedía en un mundo fantástico semejante a los paraísos de Dante o de Milton o de la mitología noruega. El punto de partida, sin embargo, tenía mucho que ver con lo que le estaba pasando por la cabeza desde hace casi veinte años: antes de sentarse a escribir se dijo “supongamos qué pasaría si un hijo de Dios hecho león llegara a redimir a una tierra como Narnia”.         

Janie King Moore, la madre de Paddy, a quien C. S. Lewis cuidó durante más de treinta años, murió el viernes 12 de enero de 1951 en el ancianato de Oxford en donde meses antes había sido recluida. El escritor enfrentó el dolor escribiendo una entrega más de Las crónicas de Narnia. Y sintió, mientras redactaba en la soledad de su habitación, que un peso se le quitaba de la espalda. Jamás sabremos si aquella señora fue alguna vez su amante. Es fácil comprobar, en cambio, que tuvo que morir para que él se permitiera enamorarse.

 

El C. S. Lewis que comenzó a cruzarse cartas con una brillante lectora norteamericana llamada Joy Davidman Gresham, era conocido –según cuenta Clifford Morris, el bondadoso conductor que lo llevó de Cambridge a Oxford los últimos años de su vida- por su voz gruesa, las carcajadas a la hora de oír un chiste bueno, aquella extraña manera de rezar mientras caminaba, una asombrosa capacidad para ponerse a la altura de cualquier persona que quisiera hablar con él y esa divertida negligencia a la hora de vestirse que lo llevaba a perder el sombrero en todas partes y hacía ver viejo un vestido nuevo en apenas dos días, pero nunca, como algunos de sus seguidores querrían creer, por ser un aburrido ser asexuado, un puritano empeñado en juzgar los actos ajenos. Aunque nunca, hasta ese momento, se le había conocido algún romance secreto, la verdad es que a Lewis le encantaban las mujeres. No las perseguía ni las conquistaba, no. Le gustaba oírlas, tenerlas cerca, responderles con dulzura los cientos de cartas que le enviaban, pedirles explicaciones sobre los misterios del mundo.

Por eso animó a su nueva corresponsal, la ingeniosa Joy Gresham, una brillante mujer diecisiete años más joven que él, a visitarlo en Inglaterra en el otoño de 1952. Sin haberse oído nunca, sin haberse visto cara a cara, acordaron almorzar juntos un día de septiembre. Y todo salió tan bien esa vez, se llevaron tan bien desde el primer plato hasta el café, que pronto se convirtieron en dos grandes amigos. Él le pidió a ella que no regresara tan pronto a los Estados Unidos. Pasaron la Navidad en la casa en donde Lewis vivía con su hermano desde hacía más de veinte años. Se dieron cuenta de que querían tenerse cerca todo el tiempo. Se despidieron con una tristeza más que sospechosa. Y sin embargo, sólo empezaron a contemplar la posibilidad de estar enamorados cuando la señora Gresham se divorció de su esposo.

Era 1953. Lewis, a los 55 años, era más popular que nunca por cuenta del abrumador éxito de Las crónicas de Narnia. Y ella, que llevaba años atrapada en un matrimonio infeliz, que sólo encontraba consuelo en los libros de su nuevo amigo, decidió mudarse a Inglaterra junto con sus dos hijos.      

La amistad se fue volviendo más seria durante los siguientes tres años, pero, si en 1956 la oficina británica de inmigración no se hubiera negado a renovarle la visa a ella, si no hubieran tenido el fantasma de su probable deportación a los Estados Unidos, quizás nunca se les habría pasado por la cabeza la idea del matrimonio. El lunes 23 de abril se casaron por lo civil en la oficina de registro de Oxford con el único propósito de conseguirle la ciudadanía británica a la señora Gresham. Todo siguió igual después de la ceremonia. Siguieron siendo un par de buenos amigos que no se atrevían a pensar en términos románticos. Ella aprendió a quererlo fuera de los libros. Él recuperó la alegría que había tenido que simular desde la muerte de su padre.

No obstante, aun cuando era más que evidente a los ojos de todos sus amigos, ninguno de los dos quiso reconocer que estaba enamorado hasta que un médico les informó que Joy, de 41 años, moriría muy pronto de cáncer en los huesos.

Se casaron en el Hospital Wingfield, según los ritos de la iglesia de Inglaterra, en un altar improvisado junto a la cama en donde ella trataba de dormir todas las noches. Fue el jueves 21 de marzo de 1957. Desde ese momento, la recién casada, “radiante, encantadora e intensamente femenina” según la descripción de Warren Lewis, empezó a recuperarse de la enfermedad terminal a fuerza de querer vivir al lado de su esposo. En julio del año siguiente, 1958, emprendieron una feliz luna de miel que terminó dos años después, tras una serie de viajes por Irlanda, Grecia e Italia, cuando el cuerpo de ella dejó de ser capaz de retenerla. Joy Davidson murió en la noche del miércoles 13 de julio de 1960 a la edad de 45 años. Su esposo, el célebre escritor C. S. Lewis, en ese entonces un nombre adorado por los lectores del mundo, una institución británica del tamaño de Hitchcock o la reina, se despidió de ella en una habitación de la enfermería Radcliffe.

Clifford Morris, el conductor que lo llevaba de un lado a otro siempre que fuera necesario, fue la primera persona que trató de consolarlo. Lo vio llorar. Lo vio dudar de la bondad de Dios en las primeras horas de la madrugada. Lo dejó en su casa cuando empezaba a amanecer. Según dice, en la mañana Lewis se veía mejor, más resignado a su suerte, convencido de que la fe era lo único que nunca perdería.  

 

C. S. Lewis murió a las 5: 30 de la tarde del viernes 22 de noviembre de 1963, en The Kilns, la casa en la que vivió los últimos 33 años de su vida. Las enfermedades lo habían ido cercando desde la muerte de su esposa. Había sufrido un ataque al corazón. Tenía serios problemas en los riñones. Sus días se iban entre los consejos de los médicos, la meticulosa redacción de ensayos autobiográficos que pronto se volverían lecturas indispensables (Una pena en observación, de 1961, se ha convertido en una guía de viaje para quienes han perdido a un ser querido) y las cada vez más escasas discusiones en un College de Cambridge, el Magdalene, con una “e” al final, en donde había sido elegido profesor asociado desde 1954. Estaba a punto de cumplir 65 años. No le tenía miedo a morirse.

Fue un día extraño aquel 22 de noviembre del 63. El presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, fue asesinado mientras saludaba a algunos de sus seguidores desde un carro en movimiento. Y la prensa dejó a un lado la muerte de C. S. Lewis, o la del narrador Aldous Huxley, que en aquella misma jornada le pidió a su esposa que no lo dejara seguir viviendo en el dolor, para dedicarse a registrar punto por punto, escena por escena, el duelo del país que parecía dirigir el destino del planeta. Cientos de personas se han negado, desde entonces, a aceptar que Lewis ha dejado de existir. Saben que su tumba, en los jardines de la sagrada iglesia de Trinity, en Headington Quarry, en Oxford, puede ser visitada sin ningún inconveniente. Y que en la casa en donde nació, en Dundela Avenue, Belfast, una placa recuerda que ahí empezó la historia del más sincero de los apologistas cristianos. Pero se han valido de sus libros, de su biografía, para encontrar una manera de sobrevivir a los tiempos que corren.

Han aprendido, con él, que el dolor “nos lanza al mundo de los demás” y que “se siente como se siente el miedo: la misma tensión en el estómago, el mismo desasosiego”. Han sospechado, mientras leen alguna crónica de Narnia, que el león Aslan tiene razón cuando les dice a los niños que protagonizan las novelas que estamos muertos en tierras de sombras hasta que volvemos al sitio de donde venimos. Han llegado a pensar que si el cielo de C. S. Lewis existe en alguna parte, si en verdad puede llegarse a algún lugar que se oponga al aburrimiento, quizás la vida que vivimos sí tenga algún sentido. Sí, han usado su nombre, muchas veces, para justificar sus fanatismos, sus conservadorismos. Pero alguien les ha recordado, siempre a tiempo, que están malinterpretando las palabras de un hombre que simplemente no quería dejarse llevar por la desesperanza. Todo un rebelde en estos años.

No es que el duelo por la muerte de C. S. Lewis no haya terminado. Es que no ha sido fácil dejar de celebrar que una persona como él haya estado en el mundo. Se han publicado más de veinte antologías de sus ensayos, más de veinte estudios críticos importantes sobre su obra. Sus libros se imprimen en cualquier país del planeta en este preciso momento: sólo en la España de 2005 se vendieron 1.800.000 ejemplares de las siete crónicas fantásticas. Miles de páginas de Internet (algunas marcadas por cierto fundamentalismo cristiano) hacen lo que pueden para conmemorar su figura. Escritores de literatura fantástica como la J. K. Rowling de Harry Potter, el Daniel Handler de Una serie de eventos desafortunados o el Eoin Colfer de Artemis Fowl han reconocido su gran influencia. El viernes 9 de diciembre de 2005 fue estrenada en los teatros del mundo (en ciertos países de Latinoamérica el lanzamiento fue a comienzos de enero) una esperadísima adaptación cinematográfica que desde el principio prometió serle fiel a la primera de Las crónicas de Narnia.

Los resultados de taquilla de El león, la bruja y el ropero, después de un mes de aparecer en las pantallas del planeta, son una prueba contundente de que C. S. Lewis creó un universo que será transmitido de generación en generación hasta que la vida se acabe: 532 millones de dólares en cuatro semanas. Casi todos los críticos de cine han escrito la misma reseña: se trata de una buena película para niños que, aunque no siempre consigue lo que se propone (a veces parece la mezcla de tres largometrajes diferentes, a veces parece un juego de niños al que Disney le ha dado 180 millones de dólares de presupuesto), al final no sólo logra hacerle justicia a la fantasía inventada por Lewis sino que nos obliga a comprender una cuestión de fondo que pasamos de largo mientras leemos el libro: los hermanos Pevensie, esos cuatro niños que se esconden de la segunda guerra mundial en una casa en las afueras de Londres, encuentran una tierra maravillosa en aquel guardarropas porque no merecen estar en un mundo en el que las batallas no tienen sentido.

Andrew Adamson, el director, conocido por haber dirigido las dos entregas de Shrek, niega haber tenido en cuenta el supuesto trasfondo cristiano (la invernal Narnia, acosada por los poderes de una bruja malvada, será redimida por el sacrificio de un león llamado Aslan) a la hora de filmar el largometraje. No puede negar, en cambio, que gran parte del éxito de la película se le debe a los  públicos creados por los volúmenes redactados por Lewis, la premiada versión cinematográfica de la trilogía de El señor de los anillos y el creciente número de iglesias cristianas (responsable de la buena suerte de La pasión de Cristo) que pueden encontrarse en tantas esquinas de los Estados Unidos. Lo cierto es, en cualquier caso, que las increíbles cifras de dinero recaudadas por la superproducción, sumadas a las ventas monumentales de los libros, nos han llevado a volver la mirada sobre un hombre a quien hace un buen rato no mirábamos todos al mismo tiempo.

Nos ha llevado, por ejemplo, a recordar que el cineasta inglés Richard Attemborough filmó en 1992 una estupenda película inspirada en la historia de amor entre C. S. Lewis y Joy Davidson. Tiene que ser triste morir sin haberla visto. Attemborough partió de una obra de teatro escrita a comienzos de los años ochenta por el dramaturgo William Nicholson. Eligió a Anthony Hopkins para el papel principal. La tituló Tierra de sombras. Y a pesar de sus licencias poéticas (uno de los hijos de la señora Davidson, Douglas Gresham, la definió a la perfección cuando dijo: “en términos de los hechos es inexacta pero emocionalmente da en el blanco”), a pesar de ser una ficción más entre tantas ficciones, hizo por C. S. Lewis lo que Amadeus hizo por Mozart. Quiero decir que aquella película, Tierra de sombras, consigue retratar la vida de un hombre que aún nos habla como nos habla una fábula. Y que nos lleva a la moraleja de que, créase en el Dios que se crea, no está mal empeñarse en vivir una vida que parezca una gran novela.

Una vida que, como la de Lewis, haga suficientes méritos para llegar a la última línea.

Publicado en diciembre de 2005 en Gatopardo. © 2005, 2006 Ricardo Silva Romero y Revista Gatopardo