Diluvio (1999)

En la pared, sobre la cabecera de la cama, un grabado de Gustave Doré: es el primer diluvio universal. La tierra no tiene cielo, y el océano, lleno de la rabia del mundo, persigue a los hombres y a las mujeres por las ramas de los árboles y por los precipicios. Un padre, desde las profundidades de la inundación, trata de salvar a su hijo recién nacido. Una mujer desnuda grita de horror y se para sobre un cadáver para alcanzar la cima de un montículo. Aún faltan cuarenta días y cuarenta noches para que termine la avalancha. Nada, ningún delito, ningún pecado, ningún error, podría merecer semejante castigo. Este Dios, el del grabado, es un hombre injusto.

Después, ahora, un primer plano del ojo de don Jorge. Son las seis de la mañana, va a caer un aguacero indomable, y alguien, de pronto, ha lanzado un sobre por debajo de la puerta de su habitación. La ropa de luto, colgada en el espaldar de un asiento, recuerda el entierro de ayer. Don Jorge, sentado en la cama, quiere comprender la muerte de su esposa. Piensa que, sobre todo, no va a volver a verla. Que la cama va a ser así de grande de aquí hasta que él también se muera. Que ella es, en este instante, una estatua de carne en vías de descomposición. Ella está muerta y eso es todo. Su carita de tortuga no volverá a salir de entre las sábanas. Sus pies sin medias ya no lo consolarán ni lo patearán por la noche. 

-No, no está, ya no está –dice don Jorge-: no respira, no habla, no trae el desayuno. 

Ahora, últimamente, a los sesenta y cinco años, a don Jorge le ha dado por hablar solo. Nunca, desde cuando tenía seis o siete, y pasaba las tardes con un anónimo amigo imaginario, se había atrevido a hacerlo. ¿Sería todo diferente si hubiera tenido hijos? ¿No es cierto que era Teresa, su esposa, quien se negaba a tenerlos? O no, un momento, ¿era él quien despreciaba a los niños? Bueno: tal vez da lo mismo. ¿Qué importa quién lo descubrió primero? Los niños son animales salvajes y dan la mano y se quejan y ladran y eso es todo. Son, para no ir más lejos, una porquería: comen tierra y vomitan y bailan y se quitan la ropa enfrente de la gente. 

-Qué asco –dice don Jorge-. Los niños son un asco. 

Quién lo iba a pensar. Es cierto que, a estas alturas de la vida, habla solo. Y que ahora, por las noches, piensa en cómo le ayudaría volver a ver a su amigo imaginario.

Don Jorge tiene una voz famosa. Es una voz que se arrastra por el suelo. Durante los últimos veinticinco años ha presentado, desde las dos hasta la cinco de la tarde, un programa de radio, La náusea vespertina, en el que vuelca todo su odio por el mundo, declara su aversión por los demás seres humanos y se ríe, sin compasión, de los dramas y los defectos físicos ajenos. Por supuesto que el público lo odia. Claro que si alguien hubiera visto su rostro alguna vez, si alguien fuera capaz de identificarlo, de conciliar su cara con su voz, le habría lanzado una golpiza horrible o un escupitajo sin precedentes. Los espectadores, cómo no, envían cartas a la emisora, a Radio Eco, para que saquen el programa del aire. Y por eso, por el abrumador número de mensajes semanales, se ha sostenido durante tantos, tantos años. 

Teresa, su esposa, oyó La náusea vespertina un par de veces y en ninguna ocasión aguantó más de media hora. Oír a su esposo, a Jorge, el bueno, el que abría las puertas de los carros, cargaba los paquetes del mercado, corría el asiento en los restaurantes y sonreía sinceramente a sus amigas de Bridge, era como presenciar una posesión demoníaca. ¿Qué tenía Jorge en contra de los enanos? ¿Por qué humillaba a los gordos? ¿En qué le afectaban los homosexuales? Ese misógino mentiroso no era su esposo. Ese racista que  juraba que el blanco venía de Adán, el amarillo del lagarto y el negro del mono, no, no era, no podía ser su marido. Ese era otro. Ese, el que todos los días le pedía a Dios, al aire, que enviara un segundo diluvio universal que arrasara con los cojos, los hampones, los mendigos, los mancos, los bizcos, las empleadas del servicio, los raquíticos, los retrasados, los morenos, los maricas, los albinos, las rateros y los calvos, no era ni podía ser el hombre con el que ella se había casado.
    
 Bueno, pero ¿qué pasa con don Jorge esta mañana?, ¿por qué abre un ojo a las seis?, ¿quién ha lanzado un sobre por debajo de su puerta?, ¿está el invasor todavía en el apartamento?, ¿qué hace, ahora, sentado en el borde de la cama? Quiere ir al baño, pero sabe que no tiene nada que hacer allá adentro. Se rasca la nuca. Ningún ser humano normal, racional y bien alimentado, vencería la tentación de recoger el sobre. Él da uno, dos y tres pasos y, a pesar del crujir de su propia espalda, levanta la carta. Es, en realidad, una invitación: lo esperan con Teresa, su esposa, en la primera y única función de La rama de olivo, una instalación escrita y producida por Humberto Barrera, y patrocinada por la línea de productos Paladares, que, en pleno centro de la ciudad, promete reconstruir los olores, los gritos, las imágenes y las emociones que se vivieron dentro y fuera del arca de Noé. Se oye aburridísimo. Teresa, su esposa, no iría a una cosa de esas por nada del mundo. Bueno: mucho menos ahora. 

Pero lo que de verdad le preocupa a don Jorge es que él, consciente de los odios que despierta su voz, no le ha dado a nadie la dirección de su apartamento. Las quejas de los detractores del programa siempre le han llegado al edificio de Radio Eco y las cuentas del teléfono, del agua y de la luz siempre han llegado a nombre de Teresa. Así que nadie tiene por qué enviarle una invitación. Ni nada. ¿O es que ya saben quién es? ¿Lo han descubierto? Los porteros, don Edgar y don Ezequiel, están convencidos, como los demás inquilinos del edificio, como las aseadoras y los vigilantes de por la noche, como las amigas de Bridge de Teresa, de que don Jorge se llama Miguel Salamanca. Le dicen “doctor Salamanca” y piensan que vende seguros. 

¿Hay alguien en su apartamento? ¿Saben qué él es el don Jorge del programa vespertino? Su corazón late en el centro de su estómago. Deja la invitación sobre la mesa de noche. Abre la puerta de su cuarto. Cierra los ojos y entra en el pasillo como si diera un paso en un abismo. Oye que, a unos metros de ahí, cierran la puerta de la entrada. De inmediato, convencido de que el intruso ya se ha ido, registra detrás de las cortinas de las duchas de los dos baños, debajo de la cama matrimonial que acaba de desocupar y adentro de los armarios perfumados de su esposa. Teresa ya no está. Veinticuatro años de casados se han ido con ella. Si ella estuviera todavía, de la cocina, en este momento, vendrían una melodía mal entonada y un convincente olor a huevos con tocineta, chocolate instantáneo y arepas con mantequilla. Si ella estuviera viva, él no se sentiría tan mal cuando pronunciara su nombre.  

Don Jorge llega hasta la sala del apartamento y descubre que han dejado la puerta medio abierta. La cierra. Pone una silla del comedor enfrente de ella. Se dirige hasta el citófono y le pregunta a don Ezequiel, el portero, si alguien ha preguntado por él.  

-Que yo sepa no, don Jorge –dice el portero-: pero la verdad es que yo acabo de llegar.
-Es que alguien entró a mi apartamento hace un momento: ¿será posible que nadie en este edificio se de cuenta de quién entra y quién sale? –reclama don Jorge: entonces recapacita y le hace la pregunta clave a don Ezequiel-: ¿cómo me acaba de decir?
-Le dije don Jorge –dice la altanería del portero-: o ahora también me va a decir que ese no es su nombre.
-Usted no me habla a mí en ese tonito –responde don Jorge-: usted hace todo lo que a mí me de la gana, a no ser que quiera irse bien temprano con los ocho hijos que debe tener, ¿me entendió?
-Nadie ha preguntado por usted, doctor –aclara el portero: quiere decir que él no tiene la culpa de nada-: nadie que yo sepa.

Don Jorge no cuelga el citófono sino que lo arranca de la pared y lo estrella contra uno de los bodegones que pintaba Teresa. Se ha convertido en una especie de caballo que inhala y exhala atrapado en un granero. Se rasca las cejas y piensa que tiene que salir de ahí. Que ya lo han descubierto. Que si un portero cualquiera sabe su verdadero nombre, o, también, si un tipo del común descubre cuál es su rostro de nacimiento, entonces todo el mundo, en un par de horas, van a poder vengarse de los programas radiales que ha hecho. Allá, afuera, deben estar los padres del niño retrasado a quien le hizo una broma por teléfono, la esposa del hombre castrado a quien hizo reconocer su insatisfacción en vivo y en directo, las familias y los amigos de todos los seres que ha denigrado durante todas las tardes de su vida. Ya saben quién es y en dónde está. Van a lincharlo.

-Me tengo que ir –dice en voz alta-: me tomo un vasito de leche Paladares, me baño y me visto y cojo unas moneditas para el camino.

De verdad lamenta que su amigo imaginario no esté con él. Aún se arrepiente de la forma como se separaron, todavía siente haberlo negado ante todos y reconoce, hasta hoy, que pasó algunos de los mejores días de su vida con él. Quién sabe qué pasó con él. Quién sabe en dónde estará. Era dos años más joven que don Jorge y siempre se quejaba porque se sentía maltratado y reducido a ser una especie de mano derecha. Como el señor Smith del Capitán Garfio o el señor Watson de Sherlock Holmes. Cuando don Jorge cumplió quince años, y comenzó a negarlo a las niñas que trataba de conquistar, y decidió dejarlo en la casa cuando iba a cine porque sólo tenía el dinero para dos boletas, el amigo imaginario dejó una nota de despedida sobre la cama. Era una nota muy triste. Decía que se iba a caminar por ahí. Que quizás algún día volverían a verse. 

¿Y si ha sido su amigo imaginario, su único amigo en la vida, quien le ha lanzado la invitación por debajo de la puerta de su cuarto? 

Cualquier cosa puede pasar. Siempre había sospechado que el día en que se muriera su esposa, sería el día final. El último. Pero, por más vueltas que le hubiera dado a la idea, no estaba preparado para lo que está sintiendo ahora. Se mira en el espejo del baño. Se rasca la nariz. Se pone el mismo vestido de ayer, el de luto, porque no sabe muy bien en dónde están todas las cosas. Se toma la leche, guarda la invitación en un bolsillo de su saco y coge las monedas que hay en el jarrón de porcelana ciento por ciento Garamond. Carga el paraguas en el antebrazo y, justo cuando va a salir del apartamento, descubre que ha roto el primer bodegón que pintó su esposa. 

-Perdóname, mi vida –dice don Jorge-: es que estoy muy alterado.

Ve el periódico de hoy en el tapetico de la entrada, y, a pesar del traqueteo de su columna vertebral, lo pone, sin voltearse siquiera a mirarlo, sobre la mesa del comedor. Antes de salir, como para no olvidar nada, revisa la imagen de su hogar. Y siente, aunque nunca ha sido testigo de nada como eso, que ha comenzado el invierno. Sabe que es un día como cualquiera y que ahora, como todas las mañanas, se dirige al Centro Comercial a ver muchachas jóvenes. Las niñas de colegio de su tiempo no tenían esos uniformes tan seductores. Y no eran tan grandecitas. Pero bueno: eso no es lo que piensa ahora. Nadie le está pidiendo justificaciones. Lo que quiere decir es que es un día como cualquiera pero que todo ha cambiado. Su esposa no está y el portero le ha dicho don Jorge, pero su única responsabilidad, a los sesenta y cinco años, es con su rutina.   
   
En el pequeño televisor de la recepción un hombre anuncia que hoy y tal vez toda la semana y quizás durante un mes y medio habrá rayos y centellas. Don Jorge siente escalofrío y se rasca un hombro. El portero del edificio lo mira con desprecio. Una empleada del servicio le hace pistola. Un labrador negro le ladra como si fuera un ladrón que ha cruzado un jardín sin permiso. Las nubes, cargadas de tierra, se tejen como si no quisieran abrirle paso a la mañana. Claro que va a llover. Por supuesto que había que cargar el paraguas. Le exige a don Ezequiel que le abra la puerta, y el portero, sin mirarlo a los ojos, aprieta los dientes y sólo, nada más, cumple sus órdenes. 

¿Qué hace don Jorge por ahí? ¿Por qué, si tiene tanto miedo, no cierra la puerta de su apartamento con seguro y se encierra en su habitación? Quiere escapar de su destierro. Quiere evitar que otro monstruo entre en su apartamento. Quiere oír, como todos los días, las voces de la calle. Quiere estar vivo y presentar, como lo ha hecho desde hace veinticinco años, su programa de radio. Quiere decir, hoy más que nunca, que el mundo es ancho y puerco y húmedo y ajeno. Porque Dios se le ha llevado su felicidad y le ha traído una llovizna insoportable. Porque Dios siempre ha jugado a quitarle la paz y, justo cuando él, don Jorge, ha estado a punto de caer en la locura, ha jugado a devolvérsela. 

Don Jorge fue feliz hasta los quince años: sus abuelos, su amigo imaginario, su gran imaginación. Y fue infeliz, después, hasta los cuarenta: la crueldad de las mujeres, el fracaso de un matrimonio, la muerte de los seres queridos, la amenaza del desempleo, las cuentas por pagar. Y ahora, a los sesenta y cinco, ha vuelto a perder la alegría, y hoy, bajo la lluvia, todos los que se encuentra en la calle lo miran como si quisieran matarlo. Como si todos lo reconocieran. Como si supieran su secreto. Este Dios, el de su vida, es un hombre envidioso. 

Ahí viene don Jorge. Va para el Centro Comercial. Es un hombre lento y pesado y, desde acá, parece más ancho que largo. Como una tortuga bondadosa. Quién iba a creerlo: este abuelito rosado es el tipo que se burla de los niños con problemas de pronunciación. Hay que ver qué malparido. Ahí viene. Como si nada. Se mete en una droguería del camino, agobiado por las miradas y las gotas de agua, y cuando entra en el establecimiento le pide el periódico a un tipo de bata blanca. Eso es lo que pasa. Don Jorge entra en la droguería y, apenas fija su mirada en algo, en cualquier cosa, se encuentra con que su foto ha aparecido en la primera plana del periódico.

-¿Me deja ver un momento el periódico? –pregunta don Jorge.
-Sí, cómo no –dice el tipo de bata blanca mientras, sin levantar la mirada de un libro de cuentas, se lo alcanza-: ya lo atiendo, sardino. 
-No es necesario, sardino –dice la rabia de don Jorge: a él nadie le dice “sardino”-: yo puedo leerlo solo.
-Pero entonces habría que comprarlo, ¿no es cierto?
-Usted no me habla a mí en ese tonito –dice don Jorge-: ¿no le han dicho que el cliente tiene toda la razón?
-Pero usted no, don Jorge –dice el vendedor de la droguería: ahora está armado con una jeringa-: a usted también le llegó su hora: esto es por mi hermanito cascorvo. 

Don Jorge salta a la calle con una página del periódico en la mano y corre por la acera como un loco. El vendedor de la droguería ni siquiera alcanza a superar el mostrador. Sólo alcanza a quitarle, de una manotada, su paraguas. La gente, que trata de escampar en los marcos de las puertas y las carpas de los almacenes de moda, lo reconoce y lo señala con rabia, y algunas señoras de edad, con verrugas o sin ellas, sienten ganas de perseguirlo, pero la lluvia ha desembocado en una tormenta con rayos, relámpagos y centellas, y ellas, como don Jorge, ya no están para esos trotes. 

Hay tres grandes problemas que don Jorge nunca ha podido superar: el miedo a las grandes acumulaciones de agua, el horror a prender un fósforo común y corriente y la torpeza a la hora de barajar las cartas. Eso piensa mientras da la vuelta a la esquina bajo el aguacero rotundo de la mitad de la mañana. Piensa que antes de morir querría resolver esos problemas. Al menos esos tres. El aire comienza a acabársele, pero sabe que no es el momento para detenerse. Tiene que correr. Sólo podrá parar cuando llegue a algún jardín secreto. Salta mendigos de costal, perros callejeros y policías acostados. Evita hendiduras, alcantarillas y señales de tránsito. 

Y llega hasta un lote en construcción. Y ahí, debajo de una caseta de metal, y junto a los colmillos de un par de perros furiosos que no pueden romper el lazo de cabuya que los contiene, don Jorge se rasca la barbilla y trata de ver qué es lo que pasa con la primera plana del periódico. ¿Qué hace él ahí? ¿En qué momento le tomaron esa foto? ¿Había alguien más con él en el cementerio? ¿Quién puede ser tan insensible como para tomarle una foto enfrente de la tumba de su esposa? Sus ojos ya no enfocan tan bien como antes. Y la ropa empapada no le va a hacer ningún bien. 

-Ese soy yo en el entierro –dice don Jorge-: los de la funeraria debieron avisarle a la prensa.

No ha debido hacer ese programa burlándose de las funerarias. Por Dios: y ahora que lo piensa no ha debido reírse de los militares ni de los sacerdotes porque, cuando lo identifiquen, van a echarle a todo el pueblo encima. Ha debido quedarse callado. La nota de prensa es contundente: “los marginados de la ciudad, del país y del mundo tuvieron que esperar hasta el fallecimiento de la esposa de don Jorge Bustamante para conocer, por fin, su rostro: esta es la cara de un hombre cínico, infeliz y cobarde que, durante un poco menos de veinticinco años, ha utilizado el micrófono de una emisora para socavar, desmontar, oprimir, humillar, injuriar, calumniar, cizañar, envenenar y confundir”. 

-Estoy muerto –dice don Jorge-: tengo que morirme antes de que me maten.    

Rompe la primera página del periódico como si así fuera a terminarse el problema. El agua le escurre por las mejillas y se cuela por el cuello de su camisa. Ya no tiene puesto nada que no esté empapado. Sus piernas tienen que abstraer el peso mojado de sus pantalones de paño. Sus codos y sus hombros se han quedado tiesos dentro del blazer. Los perros de la construcción ladran y ladran pero, a la hora de la verdad, prefieren esconderse de la lluvia a lanzársele encima al desconocido. No hay nadie en la calle. Sólo el aguacero que se estrella contra las líneas amarillas del pavimento. Nada más. 

Se pone una meta: cruzar la calle, atravesar ese bosque y aparecer, después, en el edificio de Radio Eco. Su meta es llegar a la emisora, pero el mundo llueve, y el paisaje, todo, es una acuarela deshecha, y él no sabe bien por dónde caminar o hacia dónde ir, o si la calle está llena de charcos peligrosos y el bosque es, en verdad, una trampa mortal. Quiere llegar a las oficinas de Radio Eco, cerrar las puertas del estudio con seguro y sentirse a salvo, al aire, bajo la mirada del ingeniero de sonido de toda la vida. Él lo comprendería. Nunca han cruzado ni una palabra importante, de fondo, pero siempre se han ayudado en lo que mejor han podido. Una vez le prestó todo su sueldo. Y el ingeniero nunca se lo devolvió, y él, viendo su mala situación económica, le dijo que no se lo devolviera. Se llama Ovidio. Prefiere que le digan señor Rubiano.

Don Jorge se atreve a salir al aguacero. Es un constante balde de agua fría sobre la espalda. Tiene que arrastrar los pies en el agua que escupen las alcantarillas para llegar hasta la otra orilla de la calle. Tiene que ir muy despacio porque ya no alcanza a ver en dónde está pisando. Da la vuelta a una esquina y descubre que el agua le llega hasta las pantorrillas. Que va en contra de la corriente.  Eso sí que es un problema. Eso y que en los postes de la luz hay un cartel con su foto del periódico que dice “se busca”: “Jorge Bustamante: el calumniador”. Alcanza a entrar en el bosque. Recuerda que los árboles atraen los rayos. Que después del relámpago viene el trueno. Podría quedarse en la caseta hasta que escampara. Pero, ¿quién dice que va a escampar? 

Corre. Siente que el bosque explota, tronco por tronco, a su lado. Traga litros de agua y trata de respirar y recuerda un día en una piscina con su papá. Iba a enseñarle a nadar, el papá, pero el pobre señor se dio un golpe en la cabeza y se ahogó. Su mamá se había ido a vivir a la finca: se había enamorado del mayordomo. Él no sabía, a los ocho años, qué se debía hacer cuando el papá se ahogaba en una piscina, y entonces trataba de mantenerlo a flote: aguantaba la respiración, se hundía en la piscina e intentaba empujar la espalda de su papá. Y ahora no empuja nada, pero se siente, como esa vez, en el borde de la muerte. Y eso es muy triste.  

El cartel con su fotografía está pegado en la corteza de los árboles del bosque. Y él cree ver una luz en la pared del horizonte. Una salida. Es, detrás de una cabina telefónica y un paradero de buses, la fachada del edificio de Radio Eco. No hay nadie en la acera. Nadie resistiría la inclemencia de la lluvia. Las puertas están cerradas pero seguro que hay alguien detrás de los mantos de agua que descienden por los ventanales. Seguro. 

-Ya son las doce –dice don Jorge-: tengo que terminar el día. 

Llega hasta la puerta de vidrio. Le sorprende, desde afuera, encontrarse con tantas personas en la recepción. ¿Qué hacen ahí? ¿Son empleados de la emisora? ¿Lo estaban esperando? ¿Qué hace ahí el señor Rubiano? ¿Por qué le da la espalda? La recepcionista dice que no lo puede creer con la cabeza. El portero asoma la cabeza y le dice que le han dado la orden de no dejarlo entrar. Ovidio Rubiano tiene los ojos rojos y vocifera como un león. Los demás, los mensajeros, los choferes y las de los tintos, comienzan a gritarle palabrotas irrepetibles. Y ahí vienen. Y parece que quieren pegarle. Es aterrador. Es espeluznante. Si no fuera por los ventanales ya lo habrían alcanzado. El presidente de Radio Eco, el doctor Benito Farfán, tiene que intervenir. 

-No vale la pena, no lo maten –dice-: déjenlo que muera solo.
-Benito, ¿qué estás diciendo?–reclama don Jorge-: soy yo, yo, yo te he prestado mi apartamento para que les hagas entrevistas a tus secretarias y tus mensajeros.
-Son órdenes de arriba –dice Benito-: no te quieren más por acá.
-¿Arriba?: pero si arriba eres tú.
-Tú sabes lo que estoy diciendo.
-No, no tengo ni idea –dice don Jorge-: ¿que hay alguien más arriba que tú?, ¿quién fue?, ¿quién no me quiere?, ¿fue la junta?
-No enredes más esta vaina –pide Benito-: no armemos bochorno.
-Tú no me hablas a mí en ese tonito –dice don Jorge-: yo tengo derecho a que me expliquen qué está pasando.
-Que no le cascamos porque no nos dejan –grita un mensajero.
-Deje en paz a don Benito –grita la de los tintos.

Y todo mientras diluvia. No le quieren abrir las puertas que le han abierto durante los últimos veinticinco años. No le quieren hablar. Lo odian. Le gruñen. Le respiran. Si fueran fieras de circo lo desmembrarían, lo degustarían y escupirían los huesos en las alcantarillas. Sería horrible. 

-Malparidos –grita don Jorge-: manada de hijueputas.

Entonces, como un niño que acaba de lanzar una piedra contra una vitrina,  arranca a correr. Y se queda, mientras avanza, con la imagen de un gordo con la camisa a reventar. No lo había visto nunca en la vida, pero, como todos los demás, le mostraba el odio de sus dientes. Era espantoso. Como una pesadilla de la infancia. O peor: porque de esto, de esta carrera en contra del agua, no puede despertarse. Las calles ya no tienen aceras y el agua comienza a darle por las rodillas. La tos trata de salvar, sin ninguna clase de éxito, el movimiento de sus pulmones. Se orina en los pantalones.  Las coyunturas se le congelan y el cerebro se le entumece. Tiene mucha hambre. Su esposa se lo había advertido: uno no puede salir de la casa con un solo vaso de leche en el estómago.  

Pasa por un almacén de televisores y se da cuenta de que todos los noticieros muestran su fotografía. Todos lo odian: ¿quiere decir esto que todos son marginados, errores de la naturaleza, monstruos? Corre y no encuentra un lugar en donde refugiarse de la tormenta. Las cabinas telefónicas están ocupadas, los marcos de las puertas están llenos de fulanos y menganos que lo odian, y las casetas de chicles, papas fritas y cigarrillos han sido clausuradas. Se peina los pocos pelos que le quedan. Se rasca la frente. Piensa en los bodegones de su esposa y toma la decisión de volver a su apartamento. Y vuelve, pero no puede entrar porque una muchedumbre comandada por don Edgar, el portero de la tarde, se agolpa, histérica, con pancartas llenas de insultos, en la entrada del edificio. 

Quiere gritarles que, por el amor de Dios, lo dejen en paz. Pero, cuando va a alentar la primera sílaba, pierde el conocimiento. No ve ni oye ni entiende. Ya no hay luces ni sombras. Y flota, como un cadáver de película, con los brazos abiertos y los coros de réquiem en el fondo, por las carreras y las calles de la ciudad.

Y, cuando despierta, sobre el enésimo escalón de la entrada de la estación de policía del centro de la ciudad, descubre que su reloj aún marca las doce del día. ¿Quién sabe cuánto tiempo haya pasado? ¿Quién, sin relojes a la mano, podría atreverse a decir qué horas son? Podría jurarse, eso sí, que no son las doce. La luna se levanta, empapada, detrás de los edificios, y el tránsito de la tarde flota, sin pasajeros, por todas partes. Don Jorge se habría ahogado si no hubiera llegado, gracias a Dios, al último escalón de la comisaría. Y, sobre todo, si no se acabara de despertar: porque la furia del agua, que viene de arriba, de abajo, de los lados, sepulta el primer piso de la ciudad, ahoga mascotas y le concede la muerte a los indigentes, a los indefensos y a los tontos.  

Ya nadie lo mira. Ahora todos, desnudos, tratan de salvarse. Don Jorge se quita el blazer cargado de agua y, cuando lo va a lanzar a su suerte, ve, al final de la cuadra de la estación, el cartel de la primera y única función de La rama de olivo, la instalación escrita y producida por Humberto Barrera, y patrocinada por la línea de productos Paladares, a la que, tanto él como Teresa, su difunta esposa, tal como consta en el sobre que guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, están cordialmente invitados. Saca la invitación y lanza el blazer al océano entre los edificios. ¿Quién es Humberto Barrera? ¿Por qué hoy, justo hoy, promete reconstruir los olores, los gritos, las imágenes y las emociones que se vivieron dentro y fuera del arca de Noé? Sea lo que sea, lo que en realidad le importa es que ahí, en el edificio de enfrente, tiene que haber una cafetería. Ahí tiene que haber algo de comer. Cualquier cosa. Lo que sea. Su estómago ha convencido al resto de su cuerpo de su hambre. 

 Se lanza al agua, entonces, con la intención de llegar hasta el teatro. Nada con la convicción de que allá, en esa bóveda maciza, bajo el letrero de La rama de olivo, será recibido por el solo hecho de ser quien es. Ese es, tal como están las cosas, el único lugar que lo espera. El agua llega, poco a poco, hasta los segundos pisos. Rompe las ventanas, derriba las ramas, devora las puertas medio abiertas. Ya hay, sobre la superficie de las olas de la tormenta, un par de pares de cadáveres de indigentes. ¿O quizás son gerentes o ancianas o boy scouts? Y él trata de evitarlos, y trata de no chocarse con un poste de la luz, y hace todo lo posible por no estrellarse contra la copa desgarbada del único árbol que queda. 

 Llega hasta el teatro. Se sumerge para llegar a la puerta de entrada y, como la descubre cerrada, decide tocar el timbre. Alguien, una mujer en uniforme, se asoma a una ventana y le dice, con señas, que la entrada es por arriba. Él le hace caso. Sale a la superficie y ve que el edificio sólo tiene dos pisos y el océano aún no llega hasta el techo. Llega hasta las barandas de cemento de la terraza y, como si tratara de salir de una piscina, se ayuda con los brazos a poner las rodillas en la tierra. Ahí, en el techo, hay un portero. Se protege con unas botas, un impermeable y un paraguas gigantesco, pero al final sigue siendo un portero.  

-Buenas tardes –grita bajo la tormenta-: ¿el señor está invitado a la obra?
-Desde esta mañana –responde don Jorge-: yo y mi mujer. 
-Muchos de buenas –grita el portero cuando don Jorge le entrega la invitación-: ¿me imagino que son muy amigos de don Humberto?
-Es probable –dice don Jorge-: uno nunca sabe.
-¿Y su señora? –pregunta el portero-: ¿no piensa venir?
-Mi señora está muerta –grita don Jorge-: hoy se cumple el primer día.
-Un momento –dice el portero: ha descubierto que el agua moja-: ¿usted no es Jorge Bustamante?
-Es probable –dice don Jorge-: depende.
-Usted es mi ídolo –carcajea el portero-: qué berraco tan mamagallista.
-Qué berraco –confirma don Jorge.
-La vez que le dio por hacerles llamadas picantes a las monjas –niega el portero-: “hola: ¿qué tienes puesto?”

Don Jorge quiere entrar. Quiere quitarse ese ropa empapada. Le tienen sin cuidado las monjas, los enanos o los parapléjicos. No tiene nada en contra de ellos. Nunca les ha puesto atención. Ni para bien ni para mal. Ha hecho chistes sobre ellos, eso es cierto. Pero no está pensando en ellos cuando los hace, sino en hacer reír a los demás. También ha hecho chistes contra los negros o contra las mujeres o contra los judíos, pero nunca ha cruzado palabra con un negro, no tiene problemas con los judíos y siempre fue y será, no obstante las actuales circunstancias, un buen esposo.

-Dios mío –dice el portero-: qué son estos modales: siga, siga.
-Gracias –dice don Jorge justo cuando le iba a pedir al portero que se callara-: la verdad es que me estoy muriendo del frío.
-Fresco que allá adentro lo atienden –explica el portero-: allá hay unas niñas lo más de competentes.

Don Jorge asiente y, con la ayuda del portero, desciende por unas escaleras inestables y temblorosas. Como de mal agüero. Abajo lo esperan, en orden de estatura, tres mucamas sonrientes, que, con todos los dientes, le dan la bienvenida. Parecen tres muñecas rusas. Tres versiones, large, medium y small, de la misma persona. 

-Bienvenido, don Jorge –dice la uno-: puede seguir al ropero, quitarse esa ropa mojada y ponerse esta bata que le ofrecen los productos Paladares. 
 -Hacen el amor con tus papilas gustativas –recita la dos, que, ante la desaprobación de don Jorge, explica-: ese es nuestro eslogan.
 -No veo mucha televisión –dice don Jorge-: no resisto las pantallas.  

La tres está preocupada. Trata de decir algo, pero no, alcanza a callarse, y, para no morir de ansiedad, zapatea como si cantara la canción de moda. 

-¿Y su esposa? –pregunta la uno-: no me va a decir que vino sin su esposa.
-Mi esposa se fue sin mí –corrige don Jorge-: ayer la enterré.

Las tres se miran como si fueran los sobrinitos del Pato Donald. ¿Les alegra la muerte de Teresa? ¿Habrían hecho alguna apuesta? Sea lo que sea, están en pausa. Y sólo vuelven a moverse cuando caen en la cuenta y sienten vergüenza de sus caras.

-Ya puede cerrar –le grita la uno al portero-: éste es el último.
-Sígame –le dice la tres a don Jorge-: lo más importante ahora es que se cambie de ropa.

Es lo más importante porque está muerto del frío y casi no puede hablar. Ahora no tiene cabeza para nada más. Para secarse. Para quitarse las medias, escurrirlas y tocarse los dedos de los pies. No alcanza a notar, hasta el momento, que el aguacero ha doblado sus esfuerzos y ha comenzado a destrozar los tejados de principios del siglo pasado. La verdad es que, mientras se quita la ropa y se pone la bata de algodón que le han entregado las tres mucamas, sólo logra concentrarse en su tos, en su horrible tos, en sus pulmones a punto de naufragar. Ya está viejo. Ya quiere morirse. Ya no tiene a su esposa, ni a sus papás, ni a sus amigos. Ya no vale la pena estar vivo.

Ahora es cuando cae en la cuenta: el aguacero está afuera, se oye afuera, destroza todo lo que queda afuera. Y él está adentro y a salvo. Las tres mucamas le ofrecen algo de comer, le secan los pies, le hacen masajes en los hombros. Como si lo quisieran. Como si fueran sus tres mamás.  

-¿Su esposa era linda, don Jorge? –pregunta la dos.
-Era la mujer más linda de toda la tierra –dice don Jorge-: tenía los ojos chiquiticos, como los de una tortuga, pero siempre tenían una esquina que brillaba, y su nariz, y sus pómulos eran exactos, como si alguien estuviera detrás de cada rasgo de su cara.
-Ay no –suspira la dos-: ya quisiera yo que el guache del Rogelio hablara así de mí: si no más se quejará de mis bigotes.
-¿Y cómo se llamaba? –pregunta la uno.
-Se llamaba Teresa.
-¿Y qué hacía todo el día?
-Pintaba sus frutas y sus vasijas y sus libros: se cogía el pelo para que la pintura del caballete no la tocara, y se ponía su bata blanca, y hacía el almuerzo, y la comida, y, no sé si antes, o después, limpiaba el polvo y lavaba los baños y trapeaba, y hablaba por teléfono conmigo, y después me veía, y después jugaba bridge con sus amigas, y por la tarde, más tarde, pintaba sus bodegones tristes, muy tristes, y entonces llegaba yo, y me abrazaba, y a los dos se nos iluminaba la cara, y queríamos ser todo lo que hay en el mundo, los hijos, las padres, los amantes, todo, porque no, jamás, queríamos dejar de sentir ese abrazo. 
-Ay no –suspira la dos-: me voy a morir.
-¿Y cómo se murió? –interrumpe la uno-: si no es una indiscreción.
-No me dijo nada –llora don Jorge-: no me dijo que tenía un problema en el corazón: se quedó dormidita, sonriente, con las manos sobre las sábanas.
-Ya, ya –dicen las bruscas palmadas de la uno-: mire que por lo menos no le tocó aguantarse esta tormenta.
-Ahorita, cuando nadaba hacia acá, pensaba que esto no estaría pasando si ella estuviera viva.
-¿No tuvieron hijos? –pregunta la dos.
-Yo hubiera querido ser un hijo de ustedes –dice la tres.
-No, no tuvimos: pero éramos muy felices.
-¿Ella no quería un bebé?
-Éramos muy felices juntos y no queríamos que nadie, ni siquiera el mejor de los hijos, nos separara.

Suena una campana que anuncia que ya va a comenzar la función. Las tres mucamas se quedan, otra vez, en pausa. ¿Qué deben hacer? ¿Deben llevar a don Jorge hasta la puerta de la instalación? ¿Sabrá ese hombre entrado en años qué es una instalación? ¿Sabrá cómo debe comportarse?

-Ya va a comenzar –dice la uno.
-Ya va a comenzar, ¿qué? 
-La rama de olivo –dice la dos-: estamos acá para eso, ¿no?
-Supongo que sí –dice don Jorge-: ya hago lo que ustedes me digan.
-No es una obra cualquiera –aclara la tres-: es una instalación.
-Usted lo único que tiene que hacer es entrar en todas las habitaciones del edificio y observar y oír y oler y enfrentarse con los objetos y las personas que se encuentre por el camino.
-¿Como en una mansión embrujada?
-Más o menos –dice la uno-: como en Disney.
-¿Y ahora qué tengo que hacer?
-Nosotros lo llevamos hasta la puerta –dice la uno-: lo único que tiene que hacer es caminar.

Y ahí viene don Jorge. Las muy jóvenes parejas de hombres y mujeres, en batas de algodón o de seda, y con caras de zorros, de cebras, de perros, de orangutanes, de jirafas, de marranos, de pájaros, de tiburones, de burros, de lagartos, de caballos, de gallinas, de corderos, de patos, de loras, de cisnes, de tigres, de palomas, de cocodrilos, de hipopótamos, de ovejas, de leones, de búhos, de antílopes, de gatos, lo ven llegar así, paso a paso, como una tortuga, y, conmovidos por su parsimonia y su sabiduría andante, le dan un gran aplauso.

-¡Bravo! –grita la señorita marrana.
-Así se hace –declara el doctor perro.
-Qué viva don Jorge –confirma la paloma.
-Go for it, motherfucker –exclama el joven orangután.

Don Jorge, aterrado por el promedio de edad de los asistentes, y por lo aislados que están con respecto al aguacero, les pregunta con la mirada, a las mucamas, qué está pasando ahí. Ellas se quedan en pausa y no se atreven a decirle nada. Entonces, forrado en cuero, con un piercing en una fosa nasal y el pelo pintado de fucsia, aparece Humberto Barrera, el autor de la instalación, y les pide a todos que le permitan decir unas palabras.

-Bienvenidos a La rama de olivo –dice y, desde la última sílaba, trata de callar al auditorio con las dos manos-: ustedes, todas las parejas de hoy, han sido elegidas, de las listas de estudiantes de las mejores facultades de la ciudad, por sus respectivas profesiones: si miran a sus lados, encontrarán un abogado macho y una hembra, una médico y un médico, una locutora y un locutor, y así, si piensan en oficios o en carreras, al infinito. Todos ustedes, salvo don Jorge, nuestra voz, nuestro profeta, tiene menos de veinticinco años. Todos saben inglés. Todos están dispuestos a trabajar todo el día. Son, creo, una nueva raza.  

El cuarto es como el arca de Noé. Ese es todo el cuento. Es el casco de una nave de madera bíblica, y huele a sal, y a lodo, y a cáscaras de huevo, y a queso vencido, y a excrementos de todas las especies, y el agua quiere entrar, pero las tablas son fuertes, y se doblan un poco, o mucho, pero se niegan a romperse. Oye relinchos, rugidos, rebuznes, maullidos, balidos y ladridos. Es una obra de arte.

-Los dejo, entonces, con el arca –dice Barrera-: lamento mucho, en serio, la muerte de la esposa de don Jorge: es triste que hoy, precisamente, no haya podido acompañarnos.

Don Jorge asiente, más o menos agradecido, y mientras todos aplauden, y Barrera dice las palabras “pues muy bien: gracias por haber venido”, va a preguntarle a las mucamas qué es lo que está pasando cuando, a sus espaldas, la mujer de uniforme, la de la entrada, corre unas pesadas cortinas de terciopelo azul y descubre un ventanal que va a dar a la cara más grande de la ciudad, que es, ahora, una civilización en el fondo del agua, recorrida por neumáticos, delfines, cadáveres de niños, truchas, canecas, algas, buzones, semáforos, almejas, rayas, caracoles, vayas y ballenas.

Es un espectáculo para niños: el océano se trepa por el tronco de los árboles y llega hasta las escaleras de la ciudad, los peces de colores se cuelan por las ventanas y los caballitos de mar, orgullosos, le dan la vuelta a las esquinas. Los ojos de don Jorge se convierten al asombro. Como si fuera el hijo de las mucamas, que, una, dos y tres, le ponen una mano en el hombro.

Así que esto es una instalación. Así que todas esas parejas de jovencitos que podrían ser sus hijos son los protagonistas de la obra.

-Esto no durará cuarenta días y cuarenta noches, ¿cierto? –pregunta don Jorge-: no sé si dejé alguna luz prendida. 
-No se preocupe, don Jorge –dice la uno-: eso era en otras épocas: hoy en día los diluvios duran uno o dos días: máximo.
-Dios la oiga –dice don Jorge-: tengo que ir a regar las matas de Teresa.
-Don Jorge –dice el tipo hipopótamo-: usted cambió mi vida. 
-Pero lo de las matas sí va a estar medio complicado –dice la uno: don Jorge le sonríe al tipo hipopótamo, como diciéndole “me alegro mucho”-: ¿en qué piso vive usted?
-En el octavo –dice don Jorge.
-Yo no sé –duda la uno-: yo creo que en unas horas el agua va a meterse en su apartamento.
-¿Cómo así? –pregunta don Jorge-: ¿y entonces toda la ciudad va destruirse?
-No, no toda –dice la uno-: algunos centros comerciales, los más recientes, van a quedar en pie. 
-¿Y lo demás?: ¿las bibliotecas?, ¿los colegios?, ¿las universidades?, ¿los laboratorios?, ¿los estadios?

La uno, la dos y la tres dicen que no, que nada va a salvarse, con un movimiento, uno solo, de la cabeza. Las parejas ya han comenzado a moverse por la instalación. El tipo hipopótamo se ha ido, pero en su camino se ha volteado a mirar a don Jorge, a sonreír desde lejos y a negar con la cabeza como si se dijera a sí mismo “no puedo creer que haya conocido al tipo de La náusea vespertina”. Parece como si la historia hubiera terminado. Como si don Jorge tuviera que aceptar que todos, las mucamas, las parejas y él, han sido elegidos para salvarse. Que, entre todos, van a tener que fundar una nueva ciudad.

-Tengo que volver a mi apartamento –les dice don Jorge a las mucamas-: los bodegones de Teresa se van a borrar: son óleos.
-Yo no haría eso de ser usted –dice la uno-: lo más probable es que se ahogue.
-O que quede parapléjico –dice la dos-: y entonces ¿quién va a hacer su programa de las tardes?
-No se vaya –dice la tres-: acá lo necesitan.
-Lo necesitamos –dice la dos. 
-Eso, sí: lo necesitamos –confirma la tres. 

Don Jorge no quiere que lo miren mientras toma una decisión. Claro que se siente inclinado a vivir. Claro que preferiría no morir ahogado. Pero no es una decisión fácil: ¿qué va a hacer con esa especie de secta cuando el diluvio termine?, ¿qué puede hacer un hombre tímido, misterioso, en medio de una comunidad casi religiosa?, ¿qué tipo de esposo no salvaría los objetos más preciados de su esposa?, ¿qué sentido puede tener el mundo dentro de un par de días, cuando esté libre de pecado, de dolor, de errores?, ¿quiere hacer parte de ese nuevo mundo?, ¿aún le pertenece a algo, o a alguien? Quiere estar solo. Necesita estar solo. La imagen de los bodegones lo paraliza.

-Necesito un baño –dice don Jorge-: quiero entrar en un baño.
-Su esposa está muerta, don Jorge –dice la uno-: seguro que estaría de acuerdo con nosotras.
-Quédese –dice la dos-: afuera es un desastre.
-¿Dónde está el baño?
-No es necesario –dice la uno-: ella sabe que usted la va a adorar para siempre.
-Esta allá –dice la tres-. El baño.
-Yo sé, por ejemplo, que Rogelio debe estar pasando un mal trago en el taller –dice la dos-, pero sé que son cuestiones de Dios.
-Es posible –dice don Jorge mientras busca la puerta del baño con la mirada-: cualquier cosa puede pasar.
-Es esa puerta, la del fondo –dice la preocupación de la tres bajo la agresiva mirada de la uno y la dos.

Don Jorge entra en el baño. Se mira en el espejo. Se sienta en el inodoro tapado porque no resiste verse a los ojos. Se tapa las orejas porque ahora sí, desde ese cuartico forrado de baldosines, alcanza a oír el tamaño del diluvio. No le parece justo. No cree que algo como eso pueda ser obra de Dios. El Dios de Teresa, que poco a poco se fue convirtiendo en el suyo, no habría sido capaz de una atrocidad de semejantes proporciones. El Dios de Teresa, su Dios, era el escenario y sus objetos, el tiempo y sus efectos, y no juzgaba ni castigaba ni tomaba decisiones ni opinaba, sino que estaba ahí, al lado, sin esperar nada a cambio.

No es justo. Mientras él piensa, miles de personas tratan de aferrarse a las puertas y los postes. Teresa no habría soportado eso. ¿De verdad, como dicen las mucamas, ella le aconsejaría abandonar los bodegones?, ¿preferiría que se quedara ahí, solo, sin ella, viviendo por siempre y para siempre con su recuerdo?, ¿aceptaría, con la mano en el corazón, que hay seres humanos que no pueden vivir separados?, ¿que el final más digno para un gran romance es el de la muerte simultánea de sus dos protagonistas?

-Pero qué puedo hacer –dice don Jorge-, ¿salir a ahogarme?, ¿ah?, ¿llegar hasta los bodegones y descolgarlos y tratar de mantenerlos fuera del agua de aquí hasta que termine el aguacero?, ¿ah?, ¿eso es lo que tengo que hacer?
-Tiene que hacer lo que tiene que hacer –dice un hombre de edad que, de un momento para otro, desde la soledad de don Jorge, ha aparecido en el baño. Tiene, en sus ojos de San Bernardo, una miopía fabulosa y unas gafas completamente torcidas. Es imaginario pero no es alto, ni nada. Inspira culpa, eso sí, porque su mirada es tan honesta, tan franca, tan bondadosa, que cualquiera se siente mediocre a su lado.
-Hace tiempos que no lo veía –le dice don Jorge-: nunca supe a dónde se había ido.
-No quise volver –dice el anciano imaginario-: ya nada era como antes.
-¿Y en dónde ha estado todo este tiempo?: ese día lo busqué por todos los sitios a los que íbamos.
-Por ahí: al comienzo recorrí todos los rincones de la ciudad, pero no, ya no me gusta salir a la calle.   
-Teresa se murió el martes –dice don Jorge-: se imaginará cómo me siento.
-Era el amor de su vida.
-Es.
-¿Y ahora qué piensa hacer? –dice el amigo-: esta obra suena muy aburrida.
-Quisiera salvar sus bodegones: no me gustaría que perdiera todo ese trabajo. 
-Sería muy triste.
-Pero el diluvio me da miedo: siento que me voy a morir sin aprender a barajar o a prender fósforos con los dedos. 
-Y, ¿quién dijo que uno tiene que resolver todos los traumas? –dice el amigo-. Ojalá que no: yo le tengo miedo a todos los perros y nada que logro superarlo.
-Yo no le tengo miedo a los perros.
-No sabe la envidia que le tengo por eso. 
-Sí me acuerdo: teníamos que darle la vuelta a la manzana para no encontrarnos con el pastor alemán de los Rugeles.    
-Ese perro era un ángel del demonio.

Hay un silencio incómodo. Don Jorge y su amigo imaginario saben que la conversación evita o por lo menos retrasa, por unos minutos, una resolución a la pregunta “¿saldrá o no a buscar los bodegones?”. Saben que sea lo que sea dejarán de verse para siempre y, después de tantos años sin encontrarse, ya han perdido el contacto y no saben muy bien de qué temas deben hablar, cuáles le interesan al uno o al otro, y cuáles sería mejor no tocar. 

-Usted no va a quedarse conmigo, ¿cierto? –le pregunta don Jorge a su amigo-: ¿es una visita de pésame?
-No sé –dice el amigo-: si no lo sabe usted, menos lo sé yo, ¿no le parece?
-Es que no estoy seguro de querer seguir viviendo.
-Pero no se anticipe –dice el amigo-. Piense minuto por minuto: ¿va a ir por los bodegones o no?
-¿Y usted se va a quedar acá?
-¿Va a ir por los bodegones?
-Usted a mí no me habla en ese tono –dice la ira don Jorge, que, de inmediato, se transforma en sumisión-. Sí, creo que sí: aquí no conozco a nadie.
-Pues entonces nos vemos en su apartamento.
-¿Me va a acompañar?

El anciano imaginario dice que sí. Se encoge de hombros y se rasca la frente. Se acomoda la corbata y se dirige, sin decisión, a la puerta de salida. Don Jorge quiere decirle una última frase. Quiere pedirle perdón o demostrarle, de alguna manera, que le ha hecho mucha falta. Pero sólo se atreve a sonreírle. Lo sigue cuando sale del baño. Lo sigue a pesar de los reclamos de las tres mucamas. Lo ve abrir la escotilla del techo del teatro y lanzarse, como si tuviera quince años, al mar del centro de la ciudad. Les da las gracias a todos, se despide, les devuelve la bata, cierra la puerta para no perjudicar a las parejas y se bota de cabeza en las aguas bravas del diluvio. El agua llegará, pronto, a los terceros pisos. Superará, en unas horas, los rascacielos. Empapará las nubes e impedirá, en unos días, que quepa una gota más de lluvia. Como si fuera una pecera. Como si el mundo fuera una pecera. 

Ahí viene don Jorge. Sigue a su amigo por las esquinas de la ciudad. Sólo ve sus pies en la distancia. No más. Nada más. Se siente tentado a abandonar la travesía, a abrir los brazos y a entregársele a la muerte, pero ve que su amigo combate la tormenta con todas sus fuerzas y, lleno de vergüenza, emprende, como un pez rémora, o una brizna de metal frente a un imán, su propio viaje entre los mares. Entonces comienza la historia.