Quién suicidó a la doctora Marina Agudelo (1996)

Escrito en 100% Café con Luis Fernando Afanador y Daniel Samper Ospina

Era jueves y no había podido ir al baño desde el martes. Una herida en mi labio superior me estaba matando y no tenía un solo cliente desde hacía tres semanas. El banco había embargado todos mis bienes, comenzaba a sentir la gripa de moda en Bogotá, mi mamá se había muerto en un accidente de tránsito, a mi tío le habían diagnosticado cáncer y a mi hijo de nuevo se le había quedado atrapada la cabeza en el ascensor. De resto todo iba bien.
La herida de mi rodilla estaba cicatrizando, la presión cerebral se había reducido a un mínimo y habíamos logrado dar con el paradero de la oreja de mi perro Fru-Frú. Cuando Rosario Pabón, un precioso exponente de la ganadería de Hernando Velandia Torres, el controvertido Senador de la República, entró en mi oficinita de la ochenta con quince, yo era un manojo de nervios, un proyecto de ir al baño, una herida en mi labio superior que me estaba matando.
    -¿Usted es Bernardo Aguirre? –preguntó.
    -No, ¿por qué? –le respondí.
    -Porque busco a Bernardo Aguirre –dijo-. Su nombre estaba en la agenda de la esposa de mi jefe.
    -No, no señora, no soy Bernardo Aguirre: Bernardo Aguirre murió ayer por la noche. No vio que la alcantarilla estaba destapada, el pobre. Estamos recogiendo firmas para destituir al Alcalde, o para que tapen la alcantarilla, en su defecto.
    Se tapó las orejas un poco grandes con el pelo. No era muy buena para la lengua, la pobre. Cuando la conquisté lo confirmé.
    -¿Quién es usted? –reclamó.
    -Soy Diego Quiroga –dije-. Soy detective privado, pero también arreglo tuberías y calentadores y pinto casas los fines de semana.
    -Qué interesante –dijo-: necesito alguien que me pinte la casa este domingo. Está hecha una porquería.
    -Casa que no esté hecha una porquería no es casa –dije, y nos miramos confundidos por mi frase.
    -También necesito un detective, y ya que Aguirre ha muerto, no veo por qué no preguntarle a usted. Usted tiene un atractivo innegable.
    -Es que mi labio superior me está matando. Mi cara de interesante es más bien estúpida –aseguré.
    -Besos salvajes, supongo –dijo con coquetería.
    -Avitaminosis –dije con sinceridad.
    -Vamos al grano: la doctora Marina Agudelo, la esposa del Senador Velandia Torres, está muerta. Ayer amaneció ahorcada de una viga del techo del comedor. No hubo que hacer levantamiento del cadáver.
    -Yo no hice nada –aseguré lleno de pánico-. Ni siquiera sé quién es esa señora.
    -Yo sé que no hizo nada –dijo-: mi jefe y yo queremos que descubra quién está detrás de todo esto, ¿de verdad Bernardo Aguirre está muerto?
    -Claro que sí, mamita: yo nunca digo mentiras en ayuno.
    -Mi jefe quiere entrevistarse personalmente con usted lo antes posible. No cree que su esposa se haya suicidado. Unos minutos antes había visto Para qué la vida, la telenovela, y había dicho que estaba buenísima. ¿Qué tal le queda el domingo?
    -El domingo pinto su casa, corazón.
    -¿Y el lunes?
    -El lunes está bien –dije-: los lunes me gustan.
    -¿Tiene usted una tarifa, o un precio para estos casos?
    -Depende de la casa, del tamaño de las paredes, del costo de los materiales.
    -Claro, claro, pero ¿y el caso de la doctora Marina Agudelo?, ¿cuánto cobra cada día de investigación?
    -Eso está pasado de moda, sumercé: ahora es la mitad al comienzo, la mitad al final. Mañana le hago llegar la cotización por fax.
    -Bien, bien: me llamo Rosario Stone, soy la secretaria personal del doctor.
    -¿Qué tan personal, reina?
    -¿Cómo así?
-Quiero decir: ¿tomas los dictados debajo del escritorio?
    -Creo que se está pasando, señor Quiroga –dijo indignada.
    -Dime sólo “señor” –le dije.
    -¿Entonces el lunes? –dijo cuando vio que mi instinto animal se posaba sobre su cuerpo como se posa un cóndor en la cúspide más alta del Himalaya.
    -El lunes está bien –le dije-. ¿Por qué no? El lunes parece perfecto.
    -Ah, no, el lunes es puente –dijo mientras miraba la agenda.
    -Dios mío, qué mierda de país –dije-. Hacemos lo que sea para no ir a trabajar. Qué tal la alocución presidencial del martes.
    -¿Qué tal el martes? –preguntó.
    -El martes tengo clases de tekondo, pero podría cancelarlas.
    -Cancélelas: esto es de vital importancia. El doctor no va a ir al Congreso.
    -Pobre marica –dije-: debe estar berracamente triste.
    -Lo está, lo está: no ha podido comer nada desde esta mañana.
    -Y si por allá llueve por acá no escampa.
    -Claro: ella era una madre para mí, era una santa (ayudaba a los enfermos de cáncer, el cáncer era su tema favorito) y unas son de cal y otras de arena.
    -Ese es el problema con los muertos, gorda: no rajan ni prestan el hacha.
    -Tiene toda la razón, supongo.
    Se quedó un rato pensando. “Ni rajan ni prestan el hacha”, se dijo en voz baja. Sacó de su billetera una tarjeta personal y me la entregó.
    -Llámeme antes de llegar a mi casa el lunes. Rodolfo es bien bravo.
    Entonces se levantó. Yo no podía creerlo. Era el mejor cuerpo que había visto en mi vida, sin contar el de Fabiana Roa, la prima de un amigo de mi mamá. Su cuerpo se balanceaba como una gelatina celestial, como si un solo gesto suyo contuviera la frase “tómemen, vengan por mi, estoy a su disposición día y noche”.
    -¿Rodolfo es su perro? –le pregunté.
    -No –dijo aterrada antes de cerrar la puerta-, ¿cómo se le va a ocurrir? Es mi gato.
    -Perro, gato: me da lo mismo, china. Ninguno dice nada.       
    Le piqué el ojo, y, cuando salió de la oficina, llame de inmediato a Fabiana Roa para invitarla a salir. Una voz aseguró que acababa de salir para un matrimonio. ¿Quién se casa?, pregunté. La señorita Fabiana, dijo la voz. Dígale que la llamo en dos años, respondí emocionado.

Salí por la quince, en medio de la reconstrucción de la vía, junto a los letreros de se vende y se arrienda, en medio de la porquería y los andamios. Llegué a una cigarrería, pedí unos chicharrones de paquete y una avena y me senté a leer el periódico. En efecto, la esposa de Hernando Velandia había muerto, de verdad iban a disecarla y a conservarla en el estudio de la mansión del Senador. Yo no podía creerlo: hacía un minuto era un desempleado más, lleno de deudas como todos, sin ganas de ir al baño y con un problema en el labio superior. Ahora era una parte fundamental para la búsqueda de la verdad.

Los días que siguieron los pasé encerrado en mi casa haciendo pegas. Fue más bien tonto, pero productivo. Pude ir al baño y todo volvió a la normalidad, si no contamos que encontré una herida en mi labio inferior. El viernes le mandé el fax de la cotización al Senador. El sábado me lo aprobó. El domingo y el lunes los dediqué a pintar la casa de Rosario Stone, a coquetearle a la mujer, a cuidarme de las garras de Rodolfo y a echarme cremita sobre los rasguños. El martes me reuní con el Senador Hernando Velandia. Mi vida era un ir y venir desenfrenado, una locura con patas, una joda terrible. Mi cabeza echaba humo. Mis manos parecían dos monumentos artríticos. Mis fosas nasales se dilataban como dos hoyos sopladores y cada vez sentía peor la presencia de la gripa.

Entré en la oficina del Senador, que parecía un templo dedicado a la secta cristiana a la que pertenece, y entré con todo el temor que inspira un padre de la patria. Todo cambió de un momento a otro: el Senador se sacaba la cera de la oreja con la punta de unas llaves mientras hablaba con el alcalde de un pueblo inédito en los mapas de Colombia. Me señaló el asiento. No me senté. Entonces colgó.

-Un dedo: siéntese. Eso es cultura general, señor Aguirre -dijo Velandia.
    -Bernardo Aguirre está muerto, Senador, no hable mal de los muertos -respondí.
    -¿Y cómo murió?
    -Una alcantarilla destapada.
    -Eso es lo que da coraje de este país, que haya gente tan estúpida como para caerse en alcantarillas. ¿A dónde iremos a parar? –preguntó.
    -Todos al hueco –dije.
    -Igual va a haber un terremoto terrible, inmundo: ya lo dijeron en la televisión. Yo ya alquilé un apartamento en Miami.
    -Me alegra, me alegra –aseguré-, pero vamos al grano.
    -¿Quién es usted?
    -Yo soy Diego Quiroga, la mano derecha de Bernardo Aguirre, estoy a cargo del caso de la doctora Marina Agudelo, su esposa. Aparte de eso pinto casas, arreglo plomerías. Soy metelón.
    -Sí, claro, y yo soy el Senador Hernando Velandia.
    -¿Y entonces quién es?, no entiendo.
    -Yo soy el Senador Hernando Velandia.
    -Ah, claro, entendí mal, pensé que, bueno, bueno: no importa lo que yo piense, muy bien, muy bien: he pensado en su caso.
    -Necesito que alguien pinte la sala. Marina dañó esa viga y arrancó la pintura del techo.
    -Esa es la cosa con los suicidas: a caballo regalado no se le mira el colmillo.
    Asintió. “A caballo regalado”, repitió para sí mismo.
    -¿Qué tal mañana?
    -¿Miércoles?
    -Mañana es un buen día.
    -Nunca pinto los miércoles, pero podría hacer una excepción. El palo no está para cucharas.
    -Bien, así quedamos.
    -Así quedamos -dije, y me levanté.
    El senador me acompañó hasta la puerta. Me dio la mano.
    -Tengo unas preguntas -dije.
    -Dígame.
    -Primero, ¿es usted marica?
    -No, no, no: siguiente –dijo, y entonces, por una puerta secreta, entró un muchachito pálido muy parecido a Rimbaud, o en su defecto (ese lunar con pelos que el poeta francés también tenía en la barbilla), a Leonardo Di Caprio.
    -He descubierto su secreto –le dije.
    -Pero Marina no sabía nada –dijo.
    -Esa es la cosa con las esposas: nunca saben nada de nada y después se quejan.
    -Marina no se suicidó, Quiroga. La suicidaron.
    -Eso es un imposible y usted lo sabe: uno se suicida o lo matan, está diciendo mentiras.
    -La mataron, la mataron, pero necesito saber quién pudo hacerlo.
    -Necesito hacerle unas preguntas a la gente de su edificio.
    -Me parece bien, ¿qué tal el Miércoles?
    -El Miércoles pinto su casa, mano.
    -¿Y el viernes?
    -El viernes hay paro, papá. Qué país de mierda: nadie trabaja nada, hacemos todo para acabar con el país, pero nos da mamera acabarlo. Pucha.
    -¿Qué tal el fin de semana?
    -Descanso.
    -¿Y el lunes?
    -Tengo clase de repujado.
    -Cancélela: esto es de vital importancia.
    -Lo sé, lo sé, lo sé. El lunes será.

Me di la vuelta. El no podía creerlo. Era el mejor cuerpo que había visto en su vida, sin contar el de Mariano Roa, el hermano de Fabiana, la prima de un amigo de un represente por el Chocó. Mi cuerpo se balanceaba como una maraca infernal, como si un solo gesto mío contuviera la frase “vean a ver, ojo conmigo, vengan por mi y se meterán en la grande”.

-¿Usted vive en La Candelaria, cierto? -le pregunté.
    -No -dijo aterrado antes de cerrar la puerta-, ¿cómo se le va a ocurrir? Vivo en Rosales: mi dirección está en el fax que le mandé. O si no hable con Rosario.
    -Candelaria, Rosales: me da lo mismo, hermano. En los dos hay acueducto y aguas negras.       
    Le piqué el ojo, me arrepentí, y, cuando salí de la oficina, llamó de inmediato a Mariano Roa para invitarlo a salir.

Salí por la séptima, en medio de la mierda, los huecos, los desechables, junto a los letreros de se vende y se arrienda, en medio de la los vendedores y los atracadores. Llegué a una cigarrería, pedí unos chicharrones de paquete y una avena y me senté a leer el periódico. En efecto, Fabiana Roa se había casado y no había nada por hacer. Millonarios estaba en el pozo y los directivos no se atrevían a echar a nadie. Yo no podía creerlo: hace un minuto era un detective más, lleno de preguntas como todos, sin ganas de vivir, con gripe y con un problema en el labio inferior. Ahora era un pintor, una parte fundamental para la reconstrucción de un techo de Rosales.
Los días que siguieron los pasé encerrado en mi casa haciendo brownies. Fue más bien tonto, pero productivo. La gripa comenzó a pasarme, la herida del labio desapareció y todo volvió a la normalidad, si no contamos que comenzó a dolerme una costilla. El martes me la pasé viendo televisión (vi un documental sobre las sectas cristianas y las enfermedades, y, en los tiempitos libres que tuve, me la pasé estudiando el caso de Marina Agudelo. El miércoles y el jueves los dediqué a pintar la casa del senador (y noté que la famosa viga estaba intacta, es decir, que había sido sustituida por una nueva). El viernes llamé a Rosario Stone, la invité a salir, aceptó, le pedí que se quitara la ropa, se negó asegurando que tenía gripe, le pedí que al menos me diera plata para el taxi de regreso. El sábado me la pasé con Rosario, le propuse matrimonio, me dijo que apenas nos conocíamos, le dije que por eso era mejor casarnos ya. El domingo fui al estadio, Millonarios perdió, y me tocó sentarme en la barra del Santa Fe (aunque todo el mundo creyó que yo era hincha del Santa Fe, ni más faltaba). El lunes por la mañana hice una llamada a los estudios de Para qué la vida. Por la tarde fui a la casa del Senador. Mi vida era una monedita de oro oxidada, una enfermedad crónica endulzada con Nutra Sweet, una costilla herida de muerte que, a diferencia de las costillas útiles, nunca se convertiría en mujer, una ilusión rota, una sentencia abrupta, una guachada.

Llegué al edificio del Senador en la setenta y pico con primera. Rosario me esperaba en la recepción. Mientras subíamos en el ascensor nos reímos de un niñito que tenía una oreja más grande que la otra. Nos abrazamos. Nos besamos. Le propuse que siguiéramos subiendo, pero me dijo que no, que íbamos muy rápido, que, como yo sabía, el Senador vivía en el sexto piso. Nos bajamos del aparato y entramos a la casa. La puerta estaba abierta. El periódico de la mañana reposaba aún en el suelo de mármol. Era evidente: a unos pasos de allí, Hernando Velandia Torres, ilustre Senador de la República, descansaba para siempre en el suelo de madera de la sala de su casa.

-No me voy a parar nunca más -nos dijo-: aquí me quedo para siempre.
-Doctor: usted no tiene la culpa de nada, no se deje acabar por la culpa.
-Pero es que si yo no la hubiera maltratado tanto, quizás ella estaría viva todavía. Me siento solo, duermo solo en mi cama, ya no tengo su cuerpito calientito y no sé qué hacer.
-La solución está en sus manos -dije con ironía.
    Permanecimos un rato en silencio.
-Ella fue asesinada, doctor -agregó mi reina, mi ilusión, mi amor divino-. Usted y yo lo sabemos.
-¿Qué quiere decir? -pregunté-, ¿qué es todo lo que saben?
-Bueno, bueno -dijo el Senador-: Marina estaba muy deprimida ese día. La telenovela le había deprimido muchísimo. Creía que yo le era infiel y no soportaba que el tres por ciento de la población tuviera el cincuenta por ciento de la riqueza del país.
-¿En serio? –preguntó Rosario-, ¿el tres por ciento?
-Eso no es lo que importa ahora –dije-: el problema es que poco a poco he ido aclarando las cosas y que tengo una buena idea de lo que está pasando.
-No me diga que ya sabe la identidad del asesino.
-O la asesina –dije.
-¿Es una mujer? –preguntó Rosario.
-No sé –le dije-. No tengo ni idea.
-Sea lo que sea es un horrendo crimen –dijo Velandia-: ella nunca se habría ni siquiera pegado un puño en la cara. Era incapaz de hacerse daño a ella misma.
-Sea lo que sea, párese, manito –le dije-, ¿usted cree que ahí acostado va arreglar la vaina?
El Senador se paró. Entonces continué:
-Mire mano: cuando vine aquí a pintar me di cuenta de una cosa. Esta viga no es la misma del crimen. Esta es una viga nueva, y sería incapaz de resistir a su mujer (porque, hermano, la doctora Marina era rotunda, gorda, barriluda). Es una viga de adorno, no sostiene nada. Y ella, su mujer, tenía que saber que si se colgaba de ahí se iba a caer e iba a terminar con un problema en la espalda que nadie en sus cabales querría tener.
-Eres genial –dijo mi muñeca.
-Pero espérate, viene lo mejor: acababa de ver la telenovela de la noche, y nadie con la lucidez para suicidarse podría soportar un programa de esos. Fuera de todo, y, para su horror, Senador, antes de venir, llamé a la programadora que produce Para qué vivir, la telenovela, y déjeme decirle que, tal como yo lo intuía, ese día, martes de la semana anterior, no la presentaron por culpa de la alocución del Presidente. Por el lado de los hechos, y lejos de las interpretaciones, déjemen decirles que, uno, ningún cadaver amanece rozagante, a no ser que se trate de un cuento de García Márquez; dos, nadie se suicida en piyama; tres, una señora de sociedad no usaría nunca una cuerda usada; cuatro, nadie tenía razones para matarla: era buena con los porteros, con las empleadas, con el Senador, con Rosario. O sea: aunque tenía razones para suicidarse (la infidelidad, la telenovela, la situación del país) no lo hizo, no pudo hacerlo, no quiso hacerlo.
-¿Y quién la mató, entonces?
-Alguien que necesitaba su lugar a toda costa. Alguien que quería ser su esposa, Senador. Piense. Piense.
-¿Mi secretaria?
-No.
-¿Marujita Botero?
-No.
-¿Fernanda Vargas?
-No, no señor -le dije-: nadie, nadie, nadie ¿me oye? Nadie en el mundo. Nadie querría ser su esposa. Preferirían morirse.
-¿Está diciendo que se murió de tristeza?
-Yo no sería tan lobo: se murió de amor no correspondido, que es peor, de desgaste (y de pronto de un cáncer que usted, y su estúpida religión, nunca dejaron que se tratara), se murió solita y usted no quiso que se dieran cuenta. Entonces la colgó, se hizo el sorprendido, llamó a Rosario, ella llamó a Aguirre, Aguirre se había caído por la alcantarilla y entonces vine yo a la ecsena (porque Aguirre se había caído porque a usted no le convenía que el tipo que había descubierto su secreto siguiera viviendo).
-¿Qué secreto? –preguntó mi chiquitina.
-Ninguno –dije-. A este man se le voltearon las chupas. Y la doctora Marina, alma de Dios, había descubierto todo por medio de un detective, mi maestro, Bernardo Aguirre. Había que matarlo, ¿cierto?
El Senador se levantó: estaba histérico, quería asesinarnos a todos, pero sabía que lo mejor sería ir a la cárcel: descansaría, vería televisión, después todos se olvidarían del caso y podría lanzarse de alcalde dentro de cuatro años.
-Sí, yo no quería que nadie supiera lo de los muchachos. Me daba pena. Pero yo no la maté, fue Aguirre.
-¿Y quién está detrás de las firmas para sustituir al Alcalde? -pregunté al aire, y me dirigí a Rosario-. Tu jefe, que quiere ser Alcalde.
-Se suponía que era un secreto -atinó a decir mi bebé.
-Se suponía. La doctora Marina supo toda la verdad. Prefirió morirse.
-Eres fascista, medio grotesco, cochino, maleducado, maloliente y cínico, Quiroga -dijo Rosario-. Eres un asco, pero te adoro.
-Y yo a ti, pero este es el momento en que debo despedirme. Quizás en otra circunstancia todo sería diferente.
-Es probable -dijo-, pero no me dejes.
-No presentaré cargos: sólo espero mi dinero. Yo no soy un sapo: prefiero que su consciencia lo corroa y que termine confesando. Lo que sí no soy es huevón: quiero mi plata.
-Y la tendrá: pero sólo dentro de tres días: hay que esperar a que haga canje el cheque.
-Qué país de mierda, qué ciudad tan puerca -dije varias veces.
-No me dejes, Diego.
-Debo hacerlo. Mi trabajo requiere soledad, concentración: hace una semana pinté un tapete sin querer.

Salí del apartamento con prisa. Sonreí. Todo estaba resuelto. Mi vida era un arcoiris mal sintonizado, los créditos de una película, una isla de la fantasía sin tanta burocracia (quiero decir: ¿de verdad es necesario un funcionario para avisar que viene el avión?, ¿no es muy obvio?).  En la calle me encontré con Mariano Roa y le conté todo lo que me había pasado. Me contó que Fabiana se había casado, le dije que ya lo sabía, me dijo que no me creía, y entonces nos peleamos hasta que supimos que Millonarios había sido comprado por una multinacional. Nos encantó la noticia.

Cuando llegué a mi apartamento, descubrí que había cometido un gran error: Rosario me quería, todo era genial, no podía perderla. La llamé. Se hizo negar. Le dije que yo sabía que estaba ahí, y que todos sabían que yo sabía que ella sabía que yo sabía que ella estaba ahí. Me la pasaron para no oírme más y entonces le dije que no me volvería aquejar, que me dedicaría a otro oficio, que ya no me dolía nada, que me perdonara, que la adoraba, que tenía una boca fundamental y unas manitas divinas. Sonrió, creo. Me dijo que me daba una última oportunidad. Le dije que no la desaprovecharía.