El accidente (1994)

Cuento experimental
escrito con Eduardo Silva Romero a cuatro manos completas

Las calles viajaban con la misma velocidad que el carro pero no iban hacia el mismo lado. Conducía mientras veía por la ventana, a través de la lluvia que cruzaba el vidrio, los rostros de la gente que trataba de correr sobre el agua y bajo el agua. La música en la radio lo obligaba a viajar un poco más rápido y lo ayudaba a olvidarse, por momentos, de lo que estaba haciendo. Cuando sintió que había atropellado a alguien supo que estaba cometiendo un error.

Entonces las calles se detuvieron. Y entonces dejó de caer la lluvia. Salió del carro y se acercó al cuerpo. No le fue difícil determinar que había matado a una mujer. Gritó mentalmente que, además, era una mujer que desconocía. Se sentó en la calle a verla y a decirse lo mucho que sentía haber acabado con dos vidas de un solo choque. En realidad imaginaba que gracias a una cámara -que en ese momento se elevaba para verlo cada vez más insignificante-, miles de testigos de rostros angustiados lo observaban con un odio más bien extraño.

Lloró porque se sintió insensible. Miró a la mujer y trató de limpiar sus heridas. Después se levantó y observó la calle oscura. "Nadie alrededor", pensó con media sonrisa en la mente. Entonces el corazón volvió a su sitio y la mujer se vio hermosa sobre el suelo. Nadie en la calle. Ni siquiera sombras, ni reflejos. Sonrió y, casi de inmediato, se avergonzó de su sonrisa. En ese instante se encendió una luz tras una de las ventanas de esa calle improvisada.

La luz le entró en los ojos y las manos, entonces, le temblaron. Había una persona en esa ventana. Una que, según él, se reía de su situación.

La figura estuvo ahí buen tiempo. Mirándolo. Después se apagó la luz de la ventana y la silueta desapareció. Martín esperó un rato. Después miró el cuerpo y el rostro de ella con ternura y, para no sentirse mal, la llamó Camila.

Subió su cuerpo al carro, al asiento trasero, y ahí, en los pantalones de la que ahora se veía hermosa, en el bolsillo izquierdo casi inexistente, descubrió un sobre blanco.

En realidad era uno de aquellos sobres de color pastel adornado con dibujos animados, uno de esos que venden en las papelerías. Martín se sorprendió al leer, en el sobre, que en realidad ella se llamaba Ángela.

Martín no entendía nada de lo que pasaba. Inventaba las razones que podían haberla llevado al suicidio mientras se tomaba la cabeza. Fue entonces cuando decidió volver a mirarla y algo le disgustó. La sangre que manaba de la cabeza de Ángela había manchado los forros del asiento trasero. Martín sintió terror. Nunca había poseído el suficiente valor para enfrentar las relaciones cotidianas. Le aterrorizaba tener que llevar lo forros a la lavandería y soportar las preguntas de las lavanderas. "¿De qué se manchó el forro?", le preguntarían. "De sangre y sesos", tendría que responder para decir verdad.

Puso el automóvil en marcha. La soledad de la noche le ayudó a llegar pronto a su casa. Alzó a Ángela como a una recién casada, la limpió, le puso la pijama sin mirarla, le dio un beso en la mejilla y le deseó buena noche. Entonces se tropezó con cada mueble que había en el apartamento en su camino al baño. Se miró en el espejo tratando de reconocerse igual que antes del accidente. El nombre de la suicida no era el que él le había imaginado y eso lo molestaba profundamente. Entonces, por alguna razón extraña, la llamó Juliana.

Se lavó los dientes, se quitó la ropa y comenzó a reírse sin saber por qué lo hacía. Entonces se acostó en la cama y cerró los ojos con fuerza, como si no quisiera abrirlos nunca más. Sin embargo los abrió. Gritó mentalmente y se sintió observado. Dio vueltas en su cuarto y ahí volvió a sentirse insignificante. Como todas las noches recordó su vida que era, básicamente, una suma de oportunidades perdidas. Se escuchó el timbre del teléfono y, como era inevitable, corrió hacia el aparato, en parte por el temor que le llegaba hasta el espíritu, en parte para que nadie despertara a su Juliana.

Levantó el auricular y sintió que se derrumbaba poco a poco. Nadie en la línea. O al menos nadie hablaba. Era cierto que alguien respiraba o trataba de reírse. Pero también era evidente que no se atrevía a hablarle. Soltó la bocina con violencia. Gritó. El corazón nunca volvió a su sitio. Martín, en cambio, regresó a la cama y soñó con Camila primero y después se imaginó en pijama a Ángela y, cuando iba a despertarse, a las dos, a las tres o a las cuatro de la mañana, se encontró, por fin, cara a cara con Juliana.

A alguna de esas horas Juliana ya no le pareció una denominación apropiada. El Martín del día anterior la había llamado así, y por lo tanto, otra persona diferente del Martín de hoy "había pronunciado tu nombre". En ese momento no supo ante quién quejarse por las pobrezas del lenguaje humano y, tan solo, gritó, consciente del ridículo que hacía, "paroles, paroles".

Decidió mirar a la mujer sin nombre que dormía apaciblemente sobre su cama. Notó que las heridas de la cabeza ya se habían coagulado y ello lo alegró un poco. En realidad Martín dio un saltito de algo similar a la felicidad. Pero luego, como generalmente ocurre, se entristeció al ver que una pierna le había quedado al revés y que, por Dios, a ella le hacía falta el dedo pulgar de su mano derecha. "Ya sabía yo que se me había olvidado algo", se dijo Martín a sí mismo.

Entonces el teléfono volvió a sonar. Martín maldijo al inventor sin éxito pues no recordaba su nombre. En esta oportunidad nadie habló tampoco pero, no obstante, se escucharon sonidos que Martín prefirió calificar de "sobrehumanos". Esta vez no se mortificó. Esta vez, al colgar el teléfono, hizo un sonido con su boca y sus labios imitando el sonido de una motocicleta.

Luego se sintió culpable. Razonó y concluyó que debía regresar al lugar de los hechos a buscar el dedo pulgar. Al llegar al lugar se sorprendió al encontrar, misteriosamente, dos dedos pulgares a falta de uno. Primero sintió cierto alivio al pensar que otra persona no había encontrado el dedo y que no podían inculparlo. Después se asustó al ver que, en su mano, tenía dos dedos pulgares. Ambos parecían de mujer. Martín no distinguía si los dedos eran derechos o izquierdos.

Decidió llevar los dos a la casa. La mujer, algo pálida, seguía en la cama. Martín ensayó los dos dedos y gritó al comprobar que ninguno de los dos encajaba. Sonó nuevamente el teléfono y esta vez alguien habló: "tengo el dedo", escuchó Martín.

-¿Quién habla? -preguntó con el espíritu en el suelo.
-¿Quién es? -dijo pensando que tenía que seguir cierto libreto.
-¿Cuál dedo? -preguntó-. ¿Quién habla?, ¿quién es?

Se sentó enfrente de Ángela o de Camila o de Juliana y la miró con ternura y rabia al mismo tiempo. La maquilló con algunas témperas que pidió prestadas al hijo de los vecinos y la vistió con un pantalón oscuro, una camisa verde o azul y unas botas de caucho. El sobre era blanco: los colores pastel, vistos en un momento de angustia, habían desaparecido.

No se atrevió a mirar esas líneas, pero reconoció que tendría que hacerlo alguna vez. Echó a la que no tenía nombre en uno de sus hombros y así como estaba, maquillada, hermosa y bien vestida, la llevó por primera vez al cine. Nadie notó que en la pareja que Martín y la suicida hacían había algo fuera de lo normal. Al fin y al cabo todas las parejas, de alguna manera, se les parecían.

Los días que siguieron Martín sintió algo que relacionó con lo que aseguraban era la felicidad. El teléfono sonó cada vez menos. Los programas de televisión mejoraron. Y fue feliz cada vez que no pensó que tendría que leer la nota que ella había escrito. Cada vez que olvidó que hacía falta un dedo gordo en el cuadro de la que quería. Entonces, cuando se sentía fuera de la tormenta, apareció bajo la puerta un sobre idéntico al que contenía la nota de su amada.

¿Se trataba, acaso, del mismo sobre? Martín alcanzó a hacerle un reproche a su amada: "¡Por qué botaste el sobre al suelo!", le dijo y ella aceptó el regaño con resignación. Luego Martín se arrepintió de haberle gritado. Le ofreció disculpas, la besó en los labios y en las cuatro heridas que ya habían tomado un color cercano al negro. Después la tomó con ternura de los cachetes y le habló en voz de niño:

-Prrru, grrru, ñu, ñu, ¿ñi? -aseguró.

En todo caso, el sobre de la suicida seguía en su lugar. El sobre que estaba cerca de la puerta era, en realidad, otro sobre. Martín lo recogió y lo dejó justo al lado del otro. "Los leeré al mismo tiempo", se dijo. No quería leerlos en ese momento para no arruinar la mejor época de su vida.

Por primera vez Martín había encontrado a alguien que lo comprendía, que le agradaba ir a los lugares donde a él le agradaba ir, que no le reprochaba que el pelo comenzara a verse largo, que lo miraba con ojos que no eran de este mundo, que era de pocas palabras y que, aunque no se reía, aceptaba los chistes malos que él acostumbraba contar.

Verdaderamente la amaba y así se lo comunció en todos los idiomas que conocía. "Te amo, I love you, je t'aime, ich liebe ditch, te adoro", gritó. Por ella cambiaría sus medias todos los días, no contendría la respiración cerca de las fritanguerías, no lloraría al ver a un niñito muriéndose de hambre y llevaría los forros del carro a la lavandería.

Todo estuvo así, con dos sobres en la mesa, con una que otra llamada en medio de la noche, durante mucho tiempo. Fueron personajes de Disney y, como idiotas, sonrieron sin temores. Varias veces vieron la lluvia en las ventanas. Varias veces se miraron como los que, en las telenovelas, no pueden olvidarse.

Pero Martín, porque así lo quería una fuerza que lo dominaba, como siempre le había ocurrido con las que había querido, comenzó a aburrirse de ella. Se aburrió -sin querer, como siempre- de ponerle la pijama y de decirle que la amaba en los idiomas más extraños y no recibir, nunca, una respuesta. No quiso más la forma de sus manos, tan predecibles como su único gesto, ese de la sonrisa semi estúpida y los ojos mirando fijamente la nariz. No quiso verla.

Le había encontrado, además, un lunar cerca a la boca, y ese descubrimiento con pelos le tocaba un nervio o algo por el estilo. Era cierto que la quería, como dicen, profundamente. Pero también lo era el hecho de que no podía seguir dando y dando sin recibir nada a cambio. No creía en las Iglesias. No creía en las personas. No creía en Edison (sí, se había acordado del nombre) ni en el Dios de la Barba y la Bata. Sólo creía en su angustia y, aunque nunca lo reconocería, sentía cierta satisfacción de vivir así, mal, en esa tormenta. Quería volver a su vida.

"Te amo", le dijo una noche: "te amo, pero ya no te aguanto". Vio los sobres en la mesa y se les acercó. Los tomó y cayó en cuenta de un hecho que le pareció aterrador: ya no sabía cuál de los dos sobres era cuál: eran definitivamente idénticos. Los abandonó nuevamente sobre la mesa. No podía creer que estuviera metido en semejante encrucijada. Y que lo único que le preocupara, en ese preciso momento, fuera su propio aburrimiento.

Porque, como si todo lo anterior fuera poco, estaba su olor. Cada vez era más pestilente. Una vez, incluso, lo obligó a gritarle "¿por qué no te bañas?". Al parecer el olor había superado las fronteras del apartamento de Martín pues éste escuchó que el niño vecino le decía a su papá en el hall: "papi, el 603 huele a mierda". Luego escuchó una bofetada y un llanto. Y luego el padre confirmó las palabras del niño al notar el mal olor. "Es verdad", le dijo. Entonces Martín se avergonzó del desaseo de su amada.

El que controlaba su vida lo había llevado, una vez más, al tedio sospechoso que, casi siempre, le traía su relación con los demás seres. Amaba a la que no necesitaba nombre pero ya no la soportaba. Entonces, en medio del tedio, se escuchó indiscreto, como siempre, el timbre de la puerta del apartamento.

Soltó su mano y de nuevo se convirtió en Martín Morales, el secretario. Volvieron los demás apartamentos al lado del que ocupaba. Y sintió miedo. Y dolor. Abrió los ojos descaradamente y sintió el olor alrededor: la vio pálida, con los ojos mal pintados y la piel sobre la distancia entre los huesos. Se arrodilló y miró al cielo que era el techo del apartamento. Sonó de nuevo el timbre. Y se escucharon golpes en la puerta. Se acercó despacio al lente de la entrada.

Vio entonces el rostro desproporcionado del hijo de los vecinos que se reía y se cubría la nariz al mismo tiempo. Reconoció en el círculo muchas personas: vio a un policía histérico y al papá del niño del demonio. Vio a la viejita del quinto y al portero con la ruana sobre el hombro. Vio una sombra que hace rato no conocía. Descubrió a la que le había cambiado pañales. Vio a su papá que miraba el suelo y a su mamá que lloraba. Reconoció periodistas y políticos que lo apoyaban. Vio personajes que nunca se había cruzado. Ni en sueños, ni en pesadillas. Y ahí estaba Camila o Angela o Juliana: nunca había llorado enfrente a él y preciso en ese instante una gotica le rodaba por la cara. Martín la escuchó o la imaginó pidiéndole que la salvara.

Otra vez el timbre. Martín Morales se miró en el espejo de la sala del apartamento durante largo tiempo. "¿Quién es?", tartamudeó. El policía histérico gritó: "la policía, abra la puerta inmediatamente". Martín sólo atinó a decir: "estoy en el baño", ante lo cual el niño del vecino rió y opinó: "de razón". Al policía no le pareció gracioso el apunte. Decidió golpear la puerta de nuevo y luego, porque Martín no la abría, decidió pasar un pequeño paquete por debajo de ella.

Martín se asombró. Miró a Ángela en busca de alguna explicación y no halló respuesta. Se deshizo de sus zapatos para que el público no oyera sus pasos y efectuó los actos necesarios para recoger el paquete. En realidad era un lindo paquete. Estaba decorado con un dibujo de un jardín remoto, lleno de flores, de pajaritos maricones, de conejitos y de venaditos, también maricones.

Martín abrió el paquete. "Y fue entonces cuando lo encontré. Hallé tu dedo gordo. Era el pulgar más hermoso que había visto en mi vida. Era maravilloso poderlo contemplar aparte del resto de tu cuerpo. Una lágrima se escapó de mi ojo y apreté tu dedito contra mi corazón. Ahora estabas completa y yo sabía que ello te alegraba". El policía volvió a gritar y a golpear. Martín respondió "¿qué clase de broma es ésta?", y agregó "yo no he ordenado ningún dedo". La respuesta hizo llorar aún más a su madre.

Entonces abrió su puerta y su mundo de una vez por todas Los que antes se veían en un único punto dominaban ahora el marco de la puerta. "¿Podemos entrar?", preguntó el policía de baja estatura y sombrero mediocre. Martín miró el suelo y todos entraron. Recorrieron cada esquina del apartamento. Vieron debajo de la cama y de los muebles. Encontraron poemas rotos y cuentos fracasados, pero no encontraron ninguna otra prueba de su locura.

"¿Qué significa esto?", preguntaba y preguntaba el secretario Morales. Y la pregunta no se refería exclusivamente al hecho innegable que era la presencia de los otros en su casa. Entonces, en medio de la pregunta que se repetía, el policía la vio. Pálida y mal pintada. Sin un dedo, y con la sonrisa forzada. Llamó el policía a su asistente y él confesó que había resuelto el caso.

-El dedo es de esta mujer -dijo-: está muerta, o por lo menos es muy fea.

Todos reconocieron a la mujer: la hija menor del senador. La de la propaganda de chocolates. Miraron a Martín con desprecio. Era un asesino. Ocupó las primeras planas de los periódicos al otro día. Recordó la sombra desde su nueva habitación, que era una celda. Recordó los sobres y recordó al niño. Cuando ya había armado un sueño perfecto vio que, al otro lado de las rejas, bajo una lucecita, aparecía una sombra. Reconoció el sombrero y la estatura del personaje que con voz irritante le informaba que tenía visitas.

Los primeros en llegar a su lado fueron sus padres. Su madre -asumiendo con propiedad el rol de mujer que ha traído a este mundo a un asesino- no paraba de llorar. Su padre tomó la palabra:

-¿Qué pasó mijo? -preguntó.
-Nada, papá -respondió Martín-, simplemente dejé olvidado un dedo.
-Dios mío, ¿por qué?, ¿qué está pasando?, gritó la madre de Martín mientras su llanto iba en aumento.

"El tiempo ha terminado", dijo una voz y el padre, abrazando a esa pobre mujer que parecía querer morirse, se despidió de Martín diciéndole: "estamos contigo". Martín no dijo nada y, tan solo, luego de que sus padres desaparecieron de su vista, se echó a reír. De repente su situación le pareció terriblemente cómica e imaginó los titulares de un periódico amarillista: "SICOPATA EN LA CARCEL POR UN DEDO GORDO", ó "COMETIO UN SOLO ERROR: DEJO BOTADO EL DEDO GORDO".

Luego llegó la segunda visita. Se trataba de otro preso. Se presentó sin muchos datos, pues prefirió decir: "Soy quien tenía el dedo". Martín le dio un gran abrazo y en los ojos de ambos se vieron brillo y lágrimas. "Sabes -dijo el otro-, ella también fue mía, nos quisimos mucho. Tanto, tantísimo, que, como prueba de nuestro amor, nos obsequiamos el uno al otro el dedo gordo". En ese instante el otro enseñó su mano izquierda mutilada.

-¡Claro! -gritó Martín-, tu dedo está en mi casa, se le debió caer a ella en algún momento.
-Yo sólo quería -dijo el otro- devolverte el dedo, entregarte a esa niña completa. Nunca me ha gustado conservar lo que no me pertenece.

Martín pensó que no controlaba su vida. Sufría las indecisiones de algún Dios inexperto que ahora, luego de un juicio relámpago, lo sentaba en la silla eléctrica. Moriría sin haber leído las cartas. ¿Dónde las había dejado? ¿Qué decía Camila en esas líneas? ¿Qué confesaba? ¿Qué pedía? Martín no sabía nada.

Los noticieros interrumpieron la programación de televisión para transmitir en directo la novedosa ejecución.

Su delito, como el de todos los hombres de corazón, había sido amar a una mujer. Ella estaba muerta y Martín no entendía por qué tenía que morir también. Ello era inexplicable. Era ridículo soñar con un encuentro en otra dimensión o, si se corría con suerte, en el infierno.

Pero debía morir. Debía cumplir "el único deber de los seres humanos". Nunca sabría lo que Ángela había escrito y eso lo hacía feliz. Quizás no soportaría saber de anteriores amores, de besos en otros labios, de canciones ajenas, de palabras de amor dichas a alguien más, de deseos en los que él, por desgracia, no estaría incluido.

El policía terminó de instalarlo en la silla eléctrica. Un periodista, que contaba con autorización oficial, se acercó a donde Martín y le dijo: "¿Quiere decirle al mundo unas últimas palabras?". Y Martín -había conservado hasta ese momento un prudente hermetismo- misteriosamente respondió:

-Sí, gracias: a todos les digo que son una parranda de hijueputas. Que maté a la hija del alcalde porque esa era la única manera en que podía abusar de ella sin que se resistiera. Que se salvaron de que hiciera lo mismo con sus mamás, sus hermanas y sus hijas así estas últimas fueran recién nacidas. Que si pudiera le hubiera cortado el dedo gordo a todas las personas para contar con una magnífica colección. Que estoy loco y que me gusta matar, que me gusta la sangre y las entrañas regadas por el suelo, las cabezas cortadas y los ojos fuera de órbita".

En ese momento el periodista no pudo más y apagó el micrófono. Por eso los televidentes sólo alcanzaron a ver a un enajenado que movía los labios emitiendo sonidos que no se podían oír y a un ser entre las sombras, indeterminado e impreciso, que estaba a punto de bajar el interruptor para ejecutar a ese horrible criminal.

La gente viajaba con la misma velocidad que sus recuerdos pero no iban hacia el mismo lado. Llovía, como siempre. Cayó la palanca, o lo que sea, y entonces dejó de caer la lluvia. Se sentaron todos a verlo y a decirse lo mucho que sentían este final tan poco ingenioso. Cambiamos de canal porque las propagandas llegaron. Todos apagaron las luces y se fueron a sus casas. Y mientras los créditos bajaban por la pantalla lo vimos con algo de aburrimiento. Sonaba una musiquita desesperante. Estaba el criminal en la silla y en el bolsillo de la camisa se asomaban unos sobrecitos de color pastel muy bien sellados.