Pobres angelitos

Todos los seres humanos merecen respeto, todos los seres humanos son dignos de compasión. Excepto, quizás, los niños actores. Es cierto que el acné juvenil acaba con sus carreras. Es verdad que, apenas se asoman a una adolescencia anoréxica, tienden a ser arrestados por posesión de drogas. Y que de no salir en un patético reality show para estrellas del pasado, de no encontrar un trabajo que dé suficiente dinero para sustituir la fama perdida, se les puede ir la vida sintiendo que la sociedad no les ha reconocido el sacrificio de su infancia. Y firmándoles autógrafos a los borrachos que los reconocen, en chiste, por ahí. La verdad es que tendríamos que ser solidarios con la futura decadencia de los niños actores. La verdad es que tendríamos que mirar de reojo a quienes los explotan. Pero que mientras los vemos sonreír en la pantalla como preguntándonos “¿no es cierto que soy adorable?”, mientras los vemos sacarles jugo a sus caritas de niños genios como diciéndonos “¿no es verdad que parezco un adulto?”, lo más probable es que nos descubramos sintiendo algo semejante al resentimiento social.

¿Recuerdan lo que se siente en un avión cuando se avanza por el pasillo que lleva de los cómodos asientos de la primera clase a los torturadores asientos de la clase turista? Pues es eso mismo: odiamos a los niños actores porque van por la vida mucho mejor atendidos, mucho menos asustados, mucho más cómodos que nosotros.

Y, bueno, porque están tan felices, porque son tan simpáticos, porque han conquistado el imperio de los grandes como esos enanos que ganan toneladas de dinero por el simple hecho de ser enanos.

Podríamos reconocer que, salvo en el caso de algunos de los personajes de El Chavo (no de todos: Godines, por ejemplo, resulta nefasto), es mejor un niño actor que un viejo disfrazado de niño en la tradición de Chabelo o de la señora de Los Dumis. Podríamos quejarnos de niños en concreto: reconocer, no sin cierto dolor de patria, que el Ramoncito de Dejémonos de vainas parecía venir de otra familia; lamentar a los hijos sosos de la familia en la que Alf, el extraterrestre de felpa, quedó atrapado para siempre; recordar con horror a Pedrito Fernández chillándole a la de la mochila azul haberle dejado “gran inquietud” y “bajas calificaciones”; tener pesadillas con ese acento agudo con el que Los reporteritos terminaban cada una de las preguntas que les hacían a los personajes de turno; y padecer, en la era de YouTube, que la pequeña Wendy Sulca confiese, ya grandecita, que de día y de noche quiere probar “su tetita”.

Pero creo que lo mejor, para probar el caso, para entender por qué nos enervan esos niños metidos a grandes (por ejemplo: esos hijos que se visten de papás para contar chistes verdes en los programas especiales de Sábados felices), es que nos concentremos en la figura del irritante, repetitivo, canchero Macaulay Culkin: el famosísimo “pobre angelito”.

Que se hacía el tierno. Que se hacía el chiquito. Que hacía pucheros ante la cámara con un éxito que era todo un fenómeno sociológico. Que, por cuenta de lo que la crítica especializada quiso llamar “su sonrisa pícara”, por cuenta de su empeño a la hora de probar que los niños tienen algo de personas, fue el primer actor menor de edad que ganó un millón de dólares por participar en un largometraje: My Girl. Que, gracias al éxito de las dos entregas de Mi pobre angelito, llegó a recibir 8 millones por película cuando acababa de cumplir los 13 años. Y que desde 1993 hasta hoy, convertido en un monumento a la infancia que no va a volver, ha estado en todos los lugares imaginables: durmió en la cama de Michael Jackson cuando a todo el mundo le sonaba excéntrico, fue arrestado por posesión de mariguana en Oklahoma cuando a todo el mundo le daba lo mismo, se casó a los 18 años, se divorció a los 20 y se retiró del mundo a los 22, como un magnate cansado de tanta gloria, cuando a todo el mundo le dio por decirle “creciste” cada vez que caminaba por la calle.

Dicha así, claro, su vida lo pone a uno de su lado: pobre. Pero digámonos a tiempo “sí, pero va en primera clase”. Concentrémonos en sus caritas de niño que sabe que tiene la sartén por el mango. Y que vivirá de su infancia hasta que sea viejo.