Profesores

Ya es enero. Ya es hora de entrar al salón. El profesor ha estado siempre ahí, a unos pasos del tablero, ansioso por comenzar la clase. Y está ahí porque quiere, sólo porque quiere, pues si fuera por el sueldo lo mejor que podría hacer sería dedicarse a otra cosa. De pocos oficios puede decirse algo como esto: que ese personaje hace lo que hace, que es capaz de ser él mismo de lunes a viernes, y está allí, frente a una manada de ojos que en unos años lo recordará como una caricatura, porque cree que su trabajo es importante. De muy pocos oficios puede decirse algo como eso. No es fácil dedicarles la vida de uno a las vidas de los otros.

Y sin embargo ahí está el profesor. Nadie quiere verlo fuera del salón de clases, no, fuera del salón es un invasor: no tiene sentido encontrárselo en cine ni tiene presentación hacer con él la fila para pagar el mercado. Pero en ese lugar, a unos pasos del tablero, es el ser misterioso que guarda el secreto de las cosas, el viejo que pone las reglas, el hombre que puede predecir el futuro de todos los hombres. El profesor sabe que, así se los advierta con las palabras más convincentes del diccionario, la vida les caerá encima a sus alumnos; que es una tontería evitarles las calificaciones, el uno, el tres, el cinco, a unos estudiantes que tendrán que dedicarle sus mayores esfuerzos a pagar la cuenta del agua; que no estará ahí para decirles a sus estudiantes “se los dije”, como una mamá que quiere llevarse el crédito, el día en que noten que el mundo no devuelve lo que recibe.

El profesor sabe que la realidad no es políticamente correcta. Sabe que “marica” va a seguir siendo una grosería hasta el día del juicio final. Ha visto que nadie dice que en la selección Colombia juegan siete “afrocolombianos”. Tiene pruebas de que la guerra de los sexos no ha acabado. Entiende que sólo se ve obligada a celebrar “el día del maestro” una sociedad que los desprecia un poco. Y tiene claro que todos los niños cantan feo, que es una lástima que no tengan en el cuello un botón que diga “on/off” y que ni son la alegría de la vida ni la carga que dicen por ahí porque a fin de cuentas no pasan de ser lo mismo que somos. El profesor sabe, en suma, que el mundo va a seguir siendo el mundo. Puede decir qué va a pasar porque conoce de memoria qué ha pasado. Pero nota que la experiencia de los otros no nos sirve. Que, así un pueblo conozca su historia, está condenado a repetirla.

Y entonces calla. Y mientras eso, con el paso de la vida, sus discípulos descubren las herramientas que les ha dado para saber llevar sus errores.

La función social del profesor es ser la persona que es. Incluso el profesor horrible, el de “Introducción al derecho” que juega con el título de la clase, el de gimnasia al que se le hace agua la boca, el de álgebra que les grita “ojalá los secuestren” a sus estudiantes adinerados, es fundamental para las vidas de sus alumnos. Se asiste a clase para volver a la vida real convertido en una persona. Se descubre, a punta de ver a todos los profesores, la persona que uno es. Y la cabeza queda atiborrada de gestos, de anécdotas, de buenos ejemplos (ese le pedía regalos a los vagos para subirles la nota, el otro nos rogaba que capáramos clase con él detrás del edificio del bachillerato, aquel era apodado “Alberto VO5” porque era bizco) para superar las crisis que esperan a la vuelta de la esquina.

Quería decir, en verdad, que la cultura está llena de profesores entrañables: el maestro “sapo, tilonorrinco, iris” de La lengua de las mariposas, el extraviado señor Higgins de Pigmalión, el temible instructor Kingsfield de Paper Chase. Pero que si conocieran a Pompilio Iriarte, el poeta que me ha venido dando clases de literatura desde el colegio, estarían de acuerdo conmigo en que no es fácil encontrarse con alguien tan generoso que le enseñe a uno a reírse de uno mismo. Y si conocieran a mi papá, que lleva cinco décadas en el oficio, me dirían “no puedo creer que exista esta persona”: verían que sé de primera mano lo que estoy diciendo, caerían en cuenta de que sí hay gente que tiene el don de hablar siempre en el momento preciso y entenderían qué digo cuando digo que salir a la calle con él se reduce a encontrarse con antiguos alumnos que le dicen “usted cambió mi vida”.

Y ya es enero. Y ayer lo vi preparando la clase de física que viene. Desde la próxima semana mi papá va a estar ahí, de lunes a viernes, frente a otro grupo de estudiantes de ingeniería que van a quererlo como a un padre. Por las noches me va a contar que está contento.