Publicidad política pagada

Probablemente sea un problema psiquiátrico: quién, que conozcamos, no tiene uno a la mano. El caso es que desde que cumplí los tres años he estado pendiente de las vallas publicitarias, los comerciales de televisión y las canciones pegajosas que aparecen cuando llegan los días de las campañas políticas. Es, a Dios gracias, lo único en lo que he sido precoz. Y uno de esos temas inútiles que conozco (también están los mundiales de fútbol, el ciclismo de los ochenta, los ganadores del Óscar) como si hubiera hecho un postgrado en la materia. Podría cantarles ahora, en este preciso momento, los jingles de las cruzadas emprendidas por Julio César Turbay ("Turbay Ayala, Turbay Ayala, Turbay Ayala es el pueblo") o Álvaro Gómez ("con Álvaro Gómez vamos a ganar / los colombianos todos por igual") como si acabara de oírlas en la radio.

Y me preocupa. Pero al mismo tiempo me da autoridad para comentar las tonterías que se han visto este año, desde enero hasta hoy, en los terrenos de la publicidad política pagada.

Sé bien que no fui el único niño que tuvo pegada una calcomanía de Galán en la cabecera de la cama. Y que todos recordamos perfectamente la tesis de Regina 11 sobre los colores de la bandera de Colombia, el sufrimiento de mi General Bedoya a la hora de sumar cifras de más de un dígito, la inocencia mediocre del Pastrana que se atrevió a inventar en debate con Serpa que vivía de su sueldito y la ira incontenible del Uribe que se levantó de la silla en plena entrevista con Newsweek porque no soportó ciertas preguntas. Todos nos acordamos de esas cosas, sí, todos las vimos. Pero ¿quién, que conozcamos, recuerda que en 1990 el cantante Mario Gareña tuvo que usar su nombre verdadero, Jesús Arturo García Peña, para lanzarse a la presidencia?

Es con la soberanía que me concede la buena memoria, pues, que me atrevo a sugerir qué detalles de las campañas de este 2006 entrarán de inmediato a la historia de los pequeños absurdos de nuestra democracia. He aquí el comienzo de mi lista:

 

El inquietante comercial de televisión en el que los seguidores del partido Cambio radical (cuyo logo contiene una poco radical "erre" al revés) marchan hacia nuestra pantalla, con una mano nazi en el corazón, como si fueran muertos vivientes dispuestos a hacerle caso a Germán Vargas Lleras.

El chiste pesado que se ha hecho a sí misma Vivian Morales (los afiches en la calle dicen "con visión de mujer") tras perder uno de sus dos ojos por cuenta de una terrible enfermedad. Es como si los zombis de Cambio radical levantaran tres dedos cuando se tropezaran con su líder.

El pesado "dejen jugar al moreno" (¿cómo así?, ¿no jugó ya cuatro años?, ¿no se la pasa jugando?) de la campaña del insufrible Moreno de Caro: que lo dejen jugar, digo yo, pero que no lo dejen ser congresista.

La ególatra decisión de Peñalosa de llamar a su lista "peñalista" como si su sede de campaña fuera la "peñacueva" o su bicicleta la "peñamóvil". Sólo el precandidato Rodrigo Rivera, que en un ataque de dislexia presuntuosa trasformó la "consulta liberal" en "consulta riveral", habrá entendido semejante torpeza.

Las incómodas vallas (ver el caso Vélez Trujillo) en las que el viril presidente de la república parece apoyar su barbilla sobre el hombro de cualquier aspirante al congreso que le sirva a sus intereses.

El preocupante logo del partido de la U: ¿por qué escoger la bandera de Ghana, rojo, amarillo y verde, como símbolo de la organización?, ¿es triunfalismo?, ¿o culpabilidad ante los maltratos a los derechos humanos?

Y, para terminar, la dolorosa convicción de que entre los precandidatos liberales no se hace un solo carisma. En otras palabras: Serpa es el único que tiene el factor equis, pero hace parte del equipo de Marbelle.

 

Hasta ahora es, repito, el comienzo de la lista. No estaría mal que me ayudaran a continuarla. Tengo la sospecha de que descubriríamos, juntos, que sabemos de memoria que todo esto es una farsa, que cada vez será más difícil engañarnos y que nos une profundamente el desencanto ante las falsas promesas de estos tipos siniestros que pasarán los próximos cuatro años descansando de los agotadores días de campaña.