Espejo

La cuestión ha sido, siempre, poderse ver en el espejo. Si se trata de encontrar lugares comunes, si la idea es hallar destinos que nos hagan sentir como pequeños insectos que ya pasarán, el camino más corto sigue siendo pensar en los espejos. Desde el principio de los tiempos hemos perseguido nuestro propio reflejo, hemos hecho lo posible (mi sospecha es que todo lo que hacemos en la vida lo hacemos para afrontar nuestra apariencia) para aceptar que somos como somos. Pero hoy, en la era de las cámaras digitales, los blogs y las revistas de farándula en las que cabemos todos (no salir en las secciones de "sociales" es, de hecho, mucho más difícil que salir), decirles a los demás "esto que ven soy yo" parece ser lo único que hacemos. No es Dios, sino el espejo, el que anda en todas partes. Pregúntenles a los peluqueros, a los fotógrafos, a los taxistas que lo saben todo: el mundo es, hoy, una agobiante suma de autorretratos: las aceras están llenas de escultores de sí mismos, de cirugías plásticas, de exhibicionismos, de exploraciones de una vida buena que no se encuentra si se busca. Denme tres párrafos para explicarme.

Pienso, sinceramente, que las cirugías plásticas siempre salen mal, siempre se notan, siempre se tuercen. Y siempre llevan a nuevas cirugías. Defiendo el derecho de la gente a pulirse la nariz, a moldearse la cintura o a estirarse las arrugas (entiendo bien la decepción de no ser otra persona), pero en mis ratos libres lamento que se frene, de un mal tajo, el honroso paso de la vida. Cuando me encuentro con algún tipo con injertos de pelo, cuando tengo enfrente una boca de caucho hecha a la fuerza, se me viene a la cabeza la historia ejemplar de El patito feo: tiendo a creer, en esos momentos, que si hubieran tenido paciencia, si el tipo este hubiera seguido su recorrido hasta llegar a la tierra de los calvos, si la vieja aquella se hubiera esperado una estación más, la estación de las bocas comunes y corrientes, no sólo se habrían dado cuenta de que hay un lugar en el que uno no tiene nada de raro, nada de monstruo, sino que se habrían ahorrado un dinero que nadie tiene en la cuenta de ahorros.

Espero, sinceramente, que el exhibicionismo que alimenta las páginas de Internet de blogger, de myspace, de flickr –ese derecho a publicarse a uno mismo-, sea el gesto que necesitábamos para entender que todas las vidas son válidas. La verdad es que, cuando entro a cualquier álbum de flickr, siento cierta envidia por no estar viviendo esas rutinas que parecen ser una sola fiesta plagada de cámaras digitales, pero que después, cuando salgo de la red, desconfío de la felicidad que acabo de ver. A veces me molesta esa ostentación de la privacidad que ha encumbrado a los reality show, ha enlodado a los blogs y ha hecho de Paris Hilton la reina del planeta. Pero entonces me acuerdo que esa obsesiva mirada de sí mismo (pintó decenas de autorretratos) le compró a Vincent van Gogh unos años más de vida. Y pienso que vamos muy bien, mejor que antes, porque cuando el exhibicionismo se encuentra con el vouyerismo no existen ni el primero ni el segundo. Es un diálogo feliz. Un acuerdo. Como ir en paz dentro de una multitud del centro de Bogotá.

Mi estrategia para poderme ver en el espejo ha sido, siempre, vivir una buena vida, una vida compasiva que no le haga mal a nadie. Se trata, por supuesto, de un esfuerzo en el que he fracasado mucho más de lo que he triunfado. Hay días que me cuesta más ver mis fotos, días en que me duele especialmente ver mis reflejos, por culpa del juicio implacable que son las otras vidas. Sí, la cosa física no es el problema: sé que hay un sitio en el mundo en el que serán recibidos, como modelos de revista, los miopes de baja estatura con tendencia a la calvicie. El lío es lo diferente que ha salido todo a como yo quería que saliera. El enredo es que no soy esa persona adaptada que se sabe los últimos chistes, que se emborracha, que baila, que maneja, que no necesita explicarse, que va el fin de semana a la finca de un desconocido, no soy, en suma, la persona que querría ser, la persona que el mundo nos pide que seamos, sino este tipo paciente, más bien tímido, que escribe mientras llega la hora de volver a ver a sus amigos.

La buena noticia es que estoy a punto de encogerme de hombros. Que sé que el reconocimiento de mi derrota será un alivio para todos. Y me garantizará, en el peor de los casos, una vejez con las dos orejas puestas.