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Edición revisada en 2012 por Carolina López Bernal, Natalia García Calvo
y Ricardo Silva Romero. Diseño de la colección: Santiago Mosquera Mejía y Pauline López Sandoval. Portada: Gisela Bohórquez. Revisión original:
Jorge Salazar. Portada original: Germán Pardo García-Peña. |
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HISTORIA: Todo parece indicar que el profesor Tobías McIntosh está siendo
testigo de su propio funeral: nadie le habla, nadie lo ve, mientras el ataúd de
turno va del altar de la iglesia a la carroza que encabezará la marcha fúnebre.
¿Qué le está pasando?: ¿es invisible o no es? ¿Por qué cantan esas tristes canciones
inglesas? ¿Toda esa gente vestida de negro lo está llorando a él? ¿Acaso murió
el día que le habían vaticinado? ¿Sufrió un infarto, un golpe en la cabeza, una
caída de avión? Sus padres, que fueron el amor de su vida, murieron nueve meses
atrás. Y lo más probable, ya que nadie busca consuelo en su hombro, es que esté
muerto. Y que sus últimos meses de vida, una despedida de sus legendarias
clases de física, de la relaciones que logró construir en vida y de una pesada
forma de ser en la que vivió encerrado como en una jaula, le hayan servido para
morir en paz como al patito feo de Andersen le sirvió su recorrido para poder
soportar su imagen en el agua.
CÓMO NACIÓ:
Pensé esta novela a saltos, en el apartamento
1004 de La Gran Vía, durante unos tres años: la historia de un inglés
físicamente igualito a Alfred Hitchcock, un profesor de física atrapado, pobre,
en una personalidad demasiado precisa, que ha encontrado la felicidad en Bogotá
por cuenta de un grupo de amigos y que un día le es dado saber que va a morir.
Tardé en sentarme a escribirla. Pero mientras lo hice tuve claro que el
profesor, de apellido McIntosh como los chocolates aquellos que traían de
contrabando, era un personaje con vida propia, muy lejos de mí (a fin de
cuentas, se trataba de un inglés de 60 años que toda la vida dio clases de
física en la Universidad Nacional), pero que también era una manera de poner en
su sitio esta personalidad que se resiste a aceptar que no tiene las cosas en
las manos, que la gente que logra conocerme sabe desmontar y que a veces me ha
hecho sentir como esos actores que un día se creen su personaje. Mientras la
estaba escribiendo (con la asistencia de mi papá) supe, mejor
dicho, que era otra novela de superación personal: otra Walkman.
Literalmente: que me servía a mí para doblegar a mi ego, para ser en paz la
persona que sí soy, para prepararme, mejor, para los demás. Sé que suena raro.
Sin embargo, lo digo porque la gente que entra a esta página suele entender el
tono de mi voz: quise poner en su lugar esa parte de mí, tan montada, tan
lograda como una ficción, para que pudieran verme a los ojos de igual a igual.
Pero sólo hasta hoy, nueve años después, fui capaz de publicarla. ¿Por qué?
Porque creo que hasta hoy, diciembre de 2012, a punto de cumplir nueve años de
duelo, han durado esos funerales.
NOTA: Escribí esta novela, que pasó por muchos títulos relacionados con la
física, entre la escritura de Parece que va a llover (cuyo
primer borrador quedó terminado en 2002 y fue publicada en febrero de 2005) y El
hombre de los mil nombres (cuyo primer borrador, que tardó más de lo
usual, quedó terminado en septiembre de 2005 y fue publicada en agosto de
2006). Nunca, hasta hoy, traté de publicarla. Lo hago acá, en esta página,
porque he entendido que no he querido ponerla en las librerías porque desde el
principio fue tan personal como un secreto, porque Germán
murió, precisamente, cuando me faltaban un par de semanas de trabajo para
terminarla, y durante mucho tiempo la relacioné con esa época difícil que se
prolongó más de la cuenta, y porque los poquísimos que la leyeron en su momento
sólo atinaron a decirme "es muy triste...". Ni buena ni mala. Sólo
"muy triste". |