Al parecer, los mundos aparecen por obra y gracia de una serie de explosiones. Por obra y gracia de los terremotos, las tormentas, las lloviznas, las grietas interminables, por obra y gracia de los calores y los fríos soportables e insoportables, se esculpen los paisajes que observamos. Germán Pardo tiene un mundo inmenso (en todos los sentidos) que le pertenece, un paisaje que ha ido esculpiendo con su Espíritu intacto y la sinceridad de los que viven la vida según creen, piensan y sienten.
El mundo de Pardo, por ejemplo, se ríe todo el tiempo. Cuando se acerca al lago que hay en su paisaje, en vez de admirarse largo tiempo, como lo harían los de esta época de egos firmes como torres, comienza a reírse con descaro de él mismo para, más tarde, reírse de las poses de los seres que se encuentra. El paisaje de Germán, no obstante, recibe de la misma manera a todas las personas: con la misma bondad ilimitada, con el mismo respeto.
Germán entró al Gimnasio Moderno en el año 82 y, durante sus años de Montessori y Decroly, fue reconocido como uno de los líderes del fútbol de la primaria y, más que todo, como hincha de Millonarios. Tal vez por su culpa la gente del colegio comenzó a considerar que los hinchas de Santa Fe merecían el último círculo del Infierno.
Por ese tiempo, también, a Germán comenzó a faltarle el aire. Sufría de asma. A veces de ataques de risa crónica. Casi se elevaba -parecía un globo entonces- cuando se reía de los de ego inmenso, de los pretenciosos. En los años de bachillerato, de esa manera, por la personalidad y el asma, se convirtió en el último en llegar en la prueba de resistencia de la clase de gimnasia, en el primero en llegar tarde a las clases y en el único líder capaz de lograr que, por culpa de su inteligencia (inmensa en todos los sentidos), por culpa de esa brillantez que lo lleva a pensar primero que los otros y a atropellar las palabras cuando habla, por culpa de su espíritu de paisaje verdadero, aparecieran revistas y libros y se llevaran a cabo foros llenos de conferencistas, como dicen, “de primera línea”.
A Germán le falta el aire a veces, pero abre los ojos como los dibujos animados japoneses cuando algo lo asombra. No ha perdido la infancia, como ocurre con los hombres verdaderos. No ha perdido la inquietud: tiene la habilidad de jugar con los encendedores hasta incendiar el contrato más importante, la habilidad de regar miel en el tapete persa, la habilidad de rascarse la espalda con la antena del teléfono inalámbrico.
A Germán le falta el aire a veces, pero no le niega la mano a nadie, ni la broma. Aborrece los números sin sentido y las actitudes -y los intelectuales- prepotentes y a la moda. Aborrece la estupidez, la combate. Aborrece la lagartería y el uso falso de los apellidos. Aborrece las espinacas, las habichuelas, la cebolla. Es lo único.
A Germán le falta el aire a veces por los abrazos de sus sobrinitos que, contra todos los pronósticos, lo admiran. Le falta por los abrazos de los de sus cursos y de su familia (inmensa en todos los sentidos), a la que le heredó la ironía, la bondad, la nobleza y el equipo de fútbol. Le falta por los abrazos -parciales por su redondez- de los que han establecido con él una especie de pacto contra esos hombres que han hecho por computador el paisaje de sus personalidades.
En ocasiones a Germán le falta el aire, es cierto. Pero también es cierto, sin ninguna duda, que muchos respiran por su causa.
Ricardo Silva Romero