Usted murió el 8 de agosto de 2003 al final de la noche: nos lo repetimos todos, una y otra vez, para tratar de entenderlo. Sufrió el último de sus ataques de asma, el único ataque de golpe, en el peor de los climas posibles. Se dirigió paso por paso hacia la muerte, si uno lo piensa con cuidado, porque había conseguido lo único que le faltaba: pensar un poco, sólo un poco, en usted mismo. Nunca perdió el tiempo en rencores, no dejó cabos sueltos ni conversaciones pendientes por el camino. Dejó, eso sí, una prueba contundente de que Dios existe: su conmovedor, asombroso y divertido viaje por la tierra. Ninguno de nosotros duda más del cielo, no, porque ¿qué tipo de mundo permitiría que usted se perdiera la cotidianidad de los próximos años, la vida con su familia y sus amigos, si no fuera para darle algo muchísimo mejor?
Queremos pedirle que descanse en paz. Es cierto que nos sentimos huérfanos, asomados horas y horas en las ventanas de la sala, llenos de preguntas sin respuestas. Es verdad que sus compañeros de colegio, de universidad y de trabajo aún no podemos creerlo: en el Gimnasio Moderno, el colegio que heredó de la nobleza de su papá, hablan de su espíritu inocente, de su sentido del humor, de su amor por todo lo que fuera sincero; en la Veeduría Distrital, un edificio que iluminó en sólo tres meses, sonríen todos frente a su escritorio; en 8½, la revista de cine que su inteligencia y su entusiasmo fundaron, trabajan desde la mañana hasta la noche como si se tratara de cumplirle a usted lo prometido; y acá, en las oficinas de SoHo, en donde tenemos frescas sus bromas bondadosas, repetimos sus frases y sus gestos sin siquiera darnos cuenta. Entendemos, sin embargo, que usted había hecho méritos para llegar al silencio. Queremos entenderlo.
Cierre los ojos ahora, Germán, porque su mamá entiende a Dios mejor que todos nosotros, porque su familia siempre estará unida alrededor de su memoria, porque sus amigos del alma se sienten agradecidos por haber pasado tantos días con semejante ser humano. Nos quedamos sin aire cuando lo pensamos, cuando vemos las fotos sonrientes, cuando recordamos que usted no va a venir ni va a llamar, pero le damos las gracias, día a día a día, por habernos hecho reír, por habernos acompañado a todas partes, por enseñarnos a olvidar los malos sentimientos de un minuto para otro. Usted nos dio la vida: eso fue. Sin darse cuenta, en apenas 27 años, nos dio razones para seguir de pies hasta el final. Su escena favorita de Cantando bajo la lluvia, en la que los tres protagonistas reciben la mañana en varios idiomas, felices por la incertidumbre de estar vivos, nos viene todo el tiempo a la cabeza.
Querer y ser querido: ¿qué más se puede hacer en el mundo? Lo extraordinario, en su caso, es que lo haya conseguido desde el principio. Que se haya sentido más orgulloso de nosotros que nosotros mismos. Que le hayan parecido “queridísimas” aquellas personas que mirábamos de reojo. A su alrededor todo funcionaba, todo volvía a su lugar, las cosas que de verdad importan eran las cosas que importaban. Detrás de sus oraciones sin predicados, de su amable risa de fondo, venía la idea de que lo único que vale la pena es estar con la familia, perder el tiempo en las esquinas favoritas, estar atento a lo que viene con las horas. Tiene que habérselo ganado, tiene que ser la muerte un premio, porque usted sólo merecía cosas buenas.
Sí, ya no nos acordamos de quiénes somos cuando usted no está. Es más: hemos comenzado a sospechar que, gracias a Dios, nunca más podremos saberlo. Pero todo va a estar bien, Germán, no se preocupe ni un segundo más por nosotros. Usted estará, siempre, en las sillas vacías. Usted fue, es, será –los físicos dicen que el tiempo no existe- la voz que nos conduce por el mundo.